Si algún neologismo me ha parecido afortunado en el escenario político, ha sido precisamente el adjetivo introducido en sus escritos por Luis Brito García con relación a la conducta asumida por algunos funcionarios públicos diseminados a lo largo y ancho del territorio nacional. Se trata del vocablo “matavotos”, atribuido por el conocido escritor a ciertos comportamientos funestos cuya persistencia amenaza con impactar significativamente en las inclinaciones electorales del ciudadano promedio venezolano.
¿Quién que no haya realizado un trámite administrativo cualquiera o haya sido premiado con alguna disfunción del “sistema”, no se ha hecho acreedor de conocerlo?
La última anécdota de mi repertorio personal se inició un día que empleé un módulo itinerante para obtener la identificación de mi hija, quien para entonces contaba con diez años de edad. Después de una larga y penosa espera en las oficinas del para entonces Ministerio de Planificación y Desarrollo, a la niña le fue entregada una cédula con problemas de nitidez. Durante el trámite, por supuesto fuimos testigos del trato preferencial que poseían ciertos ciudadanos por sobre nosotros en la tramitación del codiciado documento, el cual - dicho sea de paso - es solicitado por ciudadanos que se regodean de poseer tres o más cédulas… (Valdría la pena que nuestros psicólogos y sociólogos nos explicaran a qué obedece esa “manía” de algunos a coleccionar cédulas de identidad y sufrir el maltrato que esta actividad genera)
Lo cierto es que allí no iban a terminar mis penurias ni vicisitudes. Al intentar obtener nuevamente el documento, el cual era rechazado en innumerables ocasiones en virtud de la escasa visibilidad que poseía, y después de aventurarme en largas colas en las cuales volvía a repetirse el fenómeno del amiguismo, el compadrazgo y la filiación sanguínea; obtuve diversas respuestas: “No, señora, ese número aún no ha sido registrado, debe esperar un poco más e intentar sacarla en otra oportunidad”, “Esa cédula es “chimba”, “Esa número de cédula no existe”…. Fue entonces cuando adquirí la conciencia de que me había ganado la lotería en las disfunciones del sistema nacional de identificación.
Se trataba de la tercera parte del calvario, porque todo el que ha vivido este tipo de percance debe convenir conmigo que siempre se despliega en trayectos y episodios. Sin embargo obviaré las precisiones e intentaré describir a grosso modo la forma en que algunos empleados públicos “todopoderosos” disfrutan haciéndonos esperar, dirigiéndonos un trato irrespetuoso y agresivo y recitando apresuradamente un cúmulo de requisitos que usted debe cumplir para enmendar el mal que la institución misma le propició. Entre otros requisitos, me exigían la presentación de la partida de nacimiento original de la parroquia y del registro principal. La primera, afortunadamente logré obtenerla en forma más o menos rápida; no obstante, la del registro principal fue la ocasión para otro calvario con proporciones similares.
Para la fecha en que volví a las oficinas del servicio de identificación, ya los requisitos solicitados habían cambiado. Ahora se exigía la presentación de una exposición de motivos por parte de la niña – ahora adolescente – “premiada” y cuatro soportes de actuaciones administrativas en las cuales hubiese empleado su cédula. Lo más curioso de todo, es la actitud perversa de algunos funcionarios de taquilla. Parecen disfrutar descubriendo que usted no tiene los recaudos completos y que pueden deshacerse del usuario de la forma más rápida posible. Ante cualquier queja, usted recibirá la misma respuesta… “Que pase el siguiente”. Pocos le mirarán al rostro y podrán explicarle el por qué cuando usted gana la lotería de las disfunciones administrativas del servicio público, debe incomodarse con más exigencias institucionales.
Lo cierto es que hace escasos días tuve la oportunidad de abandonar mis labores y desincorporar a mi joven hija de su institución educativa, y con la convicción de que ahora sí podría corregir la situación de identidad, acudí a la oficina principal. Casi no creí lo que veían mis ojos: no había colas, todo lucía despejado en las instalaciones, y ante equívocos de los vigilantes y porteros, los usuarios recibíamos cordiales excusas. Un joven gerente había asumido las riendas del sistema de identificación, y sus actuaciones – por lo que percibían mis ojos – ya estaban dando los resultados esperados. Pero mi percepción no era del todo cierta. Tenía que vivir el cuarto trayecto de esta odisea: los documentos fueron recibidos a regañadientes por una de las empleadas de taquilla, cuya decepción al revisar que se hallaban completos, era demasiado evidente. Se nos solicitó esperar, y al cabo de un lapso no muy extenso, se nos entregó una reseña y se nos conminó a seguir esperando los oficios de un técnico. Lejos estábamos de imaginar que seríamos víctimas de diferencias internas entre empleados que nos mantuvieron en las oficinas durante cuatro calurosas horas.
Creo, que por el bien de la gestión del camarada Dante Rivas, debo mencionar el nombre del funcionario generador del maltrato: un técnico de apellido Durán, quien empleó el caso de mi hija, para dirimir sus diferencias con una joven empleada de la Sala Técnica de esta institución. Ante la constatación del hecho acudí ante un funcionario de Atención al Ciudadano, quien me expresó que todo eso era totalmente normal porque los empleados de esa institución se encontraban sometidos a muchísima presión.
Luego, la quinta parte de la historia: “Véngase dentro de dos meses porque estamos dando curso y prioridad a los casos de años anteriores”. ¿Consecuencias? Ya no podré obtener el pasaporte de mi hija, ni viajar con ella – como tenía planificado – a Bogotá.
Pero es indudable que dentro de un análisis integral de este tipo de fenómeno, tal como sostiene Luis Britto García en sus admonitorios escritos referidos a estos temas, hay otras consecuencias más patéticas y de impacto colectivo.
Ningún proyecto de transformación es posible, mientras persista la cultura que se ha entronizado dentro de la función pública. Invito al camarada Dante Rivas a monitorear las actuaciones de su personal y a buscar mecanismos efectivos para frenar la inmensa cantidad de implicaturas que el usuario promedio hace de su gestión, una vez que es víctima de uno de estos empleados “matavotos” que hacen vida en las oficinas del Saime.
Cada vez que oigo a nuestro Presidente decir: “No volverán”, siento una opresión inmensa en el pecho. Para volver tendrían que haberse ido en alguna oportunidad, y a juzgar por los hechos, creo que nunca han terminado de irse definitivamente.
¿Quién que no haya realizado un trámite administrativo cualquiera o haya sido premiado con alguna disfunción del “sistema”, no se ha hecho acreedor de conocerlo?
La última anécdota de mi repertorio personal se inició un día que empleé un módulo itinerante para obtener la identificación de mi hija, quien para entonces contaba con diez años de edad. Después de una larga y penosa espera en las oficinas del para entonces Ministerio de Planificación y Desarrollo, a la niña le fue entregada una cédula con problemas de nitidez. Durante el trámite, por supuesto fuimos testigos del trato preferencial que poseían ciertos ciudadanos por sobre nosotros en la tramitación del codiciado documento, el cual - dicho sea de paso - es solicitado por ciudadanos que se regodean de poseer tres o más cédulas… (Valdría la pena que nuestros psicólogos y sociólogos nos explicaran a qué obedece esa “manía” de algunos a coleccionar cédulas de identidad y sufrir el maltrato que esta actividad genera)
Lo cierto es que allí no iban a terminar mis penurias ni vicisitudes. Al intentar obtener nuevamente el documento, el cual era rechazado en innumerables ocasiones en virtud de la escasa visibilidad que poseía, y después de aventurarme en largas colas en las cuales volvía a repetirse el fenómeno del amiguismo, el compadrazgo y la filiación sanguínea; obtuve diversas respuestas: “No, señora, ese número aún no ha sido registrado, debe esperar un poco más e intentar sacarla en otra oportunidad”, “Esa cédula es “chimba”, “Esa número de cédula no existe”…. Fue entonces cuando adquirí la conciencia de que me había ganado la lotería en las disfunciones del sistema nacional de identificación.
Se trataba de la tercera parte del calvario, porque todo el que ha vivido este tipo de percance debe convenir conmigo que siempre se despliega en trayectos y episodios. Sin embargo obviaré las precisiones e intentaré describir a grosso modo la forma en que algunos empleados públicos “todopoderosos” disfrutan haciéndonos esperar, dirigiéndonos un trato irrespetuoso y agresivo y recitando apresuradamente un cúmulo de requisitos que usted debe cumplir para enmendar el mal que la institución misma le propició. Entre otros requisitos, me exigían la presentación de la partida de nacimiento original de la parroquia y del registro principal. La primera, afortunadamente logré obtenerla en forma más o menos rápida; no obstante, la del registro principal fue la ocasión para otro calvario con proporciones similares.
Para la fecha en que volví a las oficinas del servicio de identificación, ya los requisitos solicitados habían cambiado. Ahora se exigía la presentación de una exposición de motivos por parte de la niña – ahora adolescente – “premiada” y cuatro soportes de actuaciones administrativas en las cuales hubiese empleado su cédula. Lo más curioso de todo, es la actitud perversa de algunos funcionarios de taquilla. Parecen disfrutar descubriendo que usted no tiene los recaudos completos y que pueden deshacerse del usuario de la forma más rápida posible. Ante cualquier queja, usted recibirá la misma respuesta… “Que pase el siguiente”. Pocos le mirarán al rostro y podrán explicarle el por qué cuando usted gana la lotería de las disfunciones administrativas del servicio público, debe incomodarse con más exigencias institucionales.
Lo cierto es que hace escasos días tuve la oportunidad de abandonar mis labores y desincorporar a mi joven hija de su institución educativa, y con la convicción de que ahora sí podría corregir la situación de identidad, acudí a la oficina principal. Casi no creí lo que veían mis ojos: no había colas, todo lucía despejado en las instalaciones, y ante equívocos de los vigilantes y porteros, los usuarios recibíamos cordiales excusas. Un joven gerente había asumido las riendas del sistema de identificación, y sus actuaciones – por lo que percibían mis ojos – ya estaban dando los resultados esperados. Pero mi percepción no era del todo cierta. Tenía que vivir el cuarto trayecto de esta odisea: los documentos fueron recibidos a regañadientes por una de las empleadas de taquilla, cuya decepción al revisar que se hallaban completos, era demasiado evidente. Se nos solicitó esperar, y al cabo de un lapso no muy extenso, se nos entregó una reseña y se nos conminó a seguir esperando los oficios de un técnico. Lejos estábamos de imaginar que seríamos víctimas de diferencias internas entre empleados que nos mantuvieron en las oficinas durante cuatro calurosas horas.
Creo, que por el bien de la gestión del camarada Dante Rivas, debo mencionar el nombre del funcionario generador del maltrato: un técnico de apellido Durán, quien empleó el caso de mi hija, para dirimir sus diferencias con una joven empleada de la Sala Técnica de esta institución. Ante la constatación del hecho acudí ante un funcionario de Atención al Ciudadano, quien me expresó que todo eso era totalmente normal porque los empleados de esa institución se encontraban sometidos a muchísima presión.
Luego, la quinta parte de la historia: “Véngase dentro de dos meses porque estamos dando curso y prioridad a los casos de años anteriores”. ¿Consecuencias? Ya no podré obtener el pasaporte de mi hija, ni viajar con ella – como tenía planificado – a Bogotá.
Pero es indudable que dentro de un análisis integral de este tipo de fenómeno, tal como sostiene Luis Britto García en sus admonitorios escritos referidos a estos temas, hay otras consecuencias más patéticas y de impacto colectivo.
Ningún proyecto de transformación es posible, mientras persista la cultura que se ha entronizado dentro de la función pública. Invito al camarada Dante Rivas a monitorear las actuaciones de su personal y a buscar mecanismos efectivos para frenar la inmensa cantidad de implicaturas que el usuario promedio hace de su gestión, una vez que es víctima de uno de estos empleados “matavotos” que hacen vida en las oficinas del Saime.
Cada vez que oigo a nuestro Presidente decir: “No volverán”, siento una opresión inmensa en el pecho. Para volver tendrían que haberse ido en alguna oportunidad, y a juzgar por los hechos, creo que nunca han terminado de irse definitivamente.