miércoles, 9 de noviembre de 2022

 


                    Réquiem por eso que ayer fuimos…


«Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; “murió”, y su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua»

Jorge Luis Borges. La otra muerte


“Cuando se camina por el monte, se va en silencio. Son medidas mínimas de seguridad”, me decía. Pero nunca me habló de la sacralidad del silencio ante la sola manifestación de una naturaleza plena que replica en mínimos espacios el sencillo pero complejo escenario de la vida. En aquellos momentos no echaba de menos su aparente falta de espiritualidad y disfrutaba de su naturaleza rebelde y de su decidida e irrevocable intención de dedicarse a la lucha armada. La épica de los años sesenta del siglo XX. El espíritu del Che, la poesía panfletaria y las canciones de protesta. Allí estaba eso que nombrábamos entonces como espíritu revolucionario: la voluntad de dar la vida por el bien común, aunque en su consecución se pusieran en práctica todos los postulados de Maquiavelo y se arrastrara a los seres amados al precipicio de la miseria y el abandono.


Pero no era esa entonces mi perspectiva. No la contemplaba, extasiada en la figura de aquel joven irreverente que desafiaba todos los esquemas sociales anquilosados de mi núcleo familiar. Y él estaba allí precisamente para ayudarme a destruirlos, para derribar todo aquello que hasta entonces configuraba mi potencial historia de vida: estudiar, casarme y tener hijos.


Sus botas abrían zanjas a través de la maleza, densa y alta. Eran caminos llenos de helechos legendarios, de hojas anchas e inmensas. Recuerdo mi desconcierto ante aquella flora gigante que custodiaba el sendero. Y al ras del suelo, en la tierra fértil de aquella geografía hermosa de los altos mirandinos, coquetas de todos los colores adornaban los recodos de las quebradas. Y aquí y allá, dalias en hermosa y diversa floración.


Éramos aún muy jóvenes, y la falta de su pulmón no había aún cobrado el peso que más tarde le haría ir sucumbiendo en una dura y triste semana, en una cama de hospital, a merced de la pandemia del covid.


Perdió su pulmón en una de sus tantas incursiones en la guerrilla urbana. Jugando a hacer revolución, se tropezó un día con un vigilante que le dio voz de alto. Iba armado y sabía que si lo revisaban, estaría perdido. Sacó el arma para amedrentar al vigilante. “Nunca pensé en dispararle”, me confió convaleciente y esposado a la cama en el Hospital de Los Magallanes de Catia. Su rostro pálido era la pura proyección del Cristo en la cruz. El sacrificio. Así le veía en mi primera experiencia de amor. Ahora pienso también en toda la inocencia que cabía en él, a pesar de su aparente compromiso político con grupos armados. Aun no sabía que tener un arma y sacarla, necesariamente acarreaba dispararla sobre el objetivo, o morir. En esa oportunidad, no murió. Teníamos que conocernos y amarnos por casi dos décadas. Y tener tres hijos.


Caminábamos largos trayectos hasta llegar a la cueva de El Indio, lugar al cual arribábamos exhaustos, después de largas horas de camino. Desde lo alto del lugar, más de una vez, rodamos perseguidos por miles de abejas enfurecidas. Las erinias del camino, pienso ahora. Nuestras continuas desavenencias y discusiones. Esas abejas nos persiguieron siempre, a lo largo de todo el tiempo que vivimos juntos, y mucho más allá, cuando por una u otra razón, nos encontrábamos en alguna callejuela de Los Teques, y yo volvía a experimentar el ritual de la posesión, hasta en su sola mirada.


Y no cabe duda que fue a fuerza de dolor que recién pude asomarme fuera de la caverna y descubrir otras dimensiones de la vida y no aquel claroscuro del bien y del mal, del doblegarse ante el dominante, aunque se luche discursivamente por el fin de la dominación.


Por eso aquellas caminatas por el monte dejaron de ser frecuentes. El escenario de nuestra relación pasó a la ciudad. No sólo era su pulmón lo que le cobraba factura para evitar largas caminatas, era ahora su eventual impostura de poeta. Tenía que fingir serlo, según él, para no hacerse blanco de persecución por parte del Estado. Y así fue como arribó en la bohemia, el alcohol y las infidelidades. Talleres de poesía, libros artesanales, huelgas de hambre para conseguir trabajos “cómodos”, porque un revolucionario no podía convertirse en un trabajador a tiempo completo, so pena de ser devorado por el Estado, y vencida su capacidad de lucha.


No obstante sus inconsistencias, que ya empezaban a vulnerar los afectos, aprendí de él también que no hemos de emprender luchas si no contamos con personas que acompañen un objetivo en común. No se puede luchar solo. Y luego entendí, ya más tarde, sin el apoyo discursivo de aquel primer compañero de mi vida, que no somos capaces de producir cambios externos, sin antes hacer esas transformaciones muy dentro de nosotros mismos. Y aún así, una vez que iniciamos ese recorrido, nos damos cuenta que ya no tenemos ni tiempo ni ganas de cambiar el mundo, porque sólo nos es dado transformar el pequeño espacio que habita nuestro cuerpo y en donde somos lo que somos: amigos, vecinos, padres, abuelos, hermanos, tíos, compañeros de trabajo… ¡Y qué felicidad maravillosa cuando podemos convertirnos en verdaderos compañeros de viaje!


Ya empezábamos para entonces a mirarnos los huesos. A exigirnos compromisos económicos y a señalarnos las inconsistencias. Y comenzaba a asomarse en el contexto nacional las revueltas que no venían lideradas, en un primer momento por nadie, ni estaban bajo la organización de ningún movimiento de izquierda, pero que rápidamente fueron aprovechadas por el descontento militar, del cual se columpió aquel Teniente Coronel, que cual flautista de Hamelín habría de conducir a todos a sucumbir por las trampas de ese Estado parasitario que se había creado a partir de la riqueza fácil de la minería. Y esa izquierda precaria, inmadura, torpe, e infiltrada por el mismo Estado, rechazada por la mentalidad del ciudadano común, y de la cual mi compañero de entonces era un fiel representante; le prestó el discurso reivindicativo a ese fatídico personaje para colarse en la insatisfacción de toda la población, y finalmente asumir el poder.

Nuestra ruptura de pareja ocurrió justo en esa época de cambios de operadores en Venezuela. Al ayudarme a deshacerme de algunos de los esquemas familiares aprendidos, aquel compañero no podía frenar mi propio proceso de crecimiento. Me distanció de lo superfluo, de la moralina familiar. Me ayudó a seguir leyendo y estudiando… ¿Cómo podía pretender entonces que siguiera a su lado? Era ley de vida. Todo aprendiz debe prescindir del maestro, porque para poder mirar con ojos nuevos, no es posible sostener la dependencia emotiva de un compañero controlador y prescriptivo. Si me hubiese dejado respirar, juro que hubiese estado al pie de aquella cama de hospital donde por fin logró liberar su cuerpo. Estoy segura de eso porque sé que le quise entrañablemente.


Se llamaba José Gilberto Gil. No era revolucionario. No era poeta. No era un hombre bueno. Era uno más en el mundo, como cualquiera de nosotros, acumuladores de símbolos y de rótulos. Náufragos de un mundo que nos hace creer “ser conscientes de la realidad”, provistos de nuestros procesos cognitivos básicos, pero desconocedores de los mil trucos que nos puede jugar la mente, porque no aprendimos a mantener atención sostenida sobre nuestro pensamiento para desenmascarar en él esos otros esquemas, que en nombre de una supuesta liberación social, terminan por ser también explotadores de nuestra vitalidad, de nuestra capacidad de amar, imaginar y crear una sociedad sin la sombra del poder de unos sobre otros.


Me debía este relato a mí misma y logré hacerlo sin dolor, lágrimas o nostalgias, más allá de las geográficas, del amor por aquella tierra hermosa que era Los Teques. Pero muy en el fondo, creo que esta historia de vida se la debía a todas las mujeres, y en especial a las de mi descendencia. A Martina, mi nieta, quien algún día mirará una foto de su abuelo y se preguntará por él y por todas aquellas razones que me hicieron marchar tanto tiempo a su lado, como parte de mi proceso de crecimiento.


El camino siempre será en solitario, porque el tránsito no es geográfico; pero si algún día, Martina, encuentras verdadera compañía, disfruta el viaje porque el recorrido siempre habrá valido la pena.


Noviembre,2022