domingo, 8 de julio de 2018

Yaritza: Una historia en blanco y negro



Si me preguntaran quién fue Yaritza, tendría que decir que fue una guerrera y que su primera batalla la libró contra el destierro familiar. El primer abandono lo ejecutó su primera familia consanguínea, cuando entre pasiones y dolorosas anécdotas, la despojó de su núcleo familiar originario. Las desavenencias conyugales de sus dos padres, la arrojaron a ella y a sus hermanos a una orfandad perenne, a pesar de que el padre, asumiendo a regañadientes la carga parental que le correspondía, deambuló con ellos por distintas geografías y distintos núcleos familiares, que siempre la estigmatizaron por su comportamiento “disfuncional”.

Yaritza era, como todo niño, traviesa y curiosa… Sus exploraciones por una sociedad prejuiciosa y llena de imposturas, le valieron miles de reprimendas y no pocas palizas, muchas de ellas, brutales. Pero eso no cercenó ni un poquito su necesidad de ir más allá de lo que prohibían, restringían y reservaban hipócritamente sólo para unos pocos agraciados. Yaritza… Carolina, como a veces quería que la llamaran, era definitivamente rebelde. Percibía las subestimaciones, se dolía profundamente por ellas, y en ocasiones actuaba consciente o inconscientemente, vengando tímidamente las ofensas con sus travesuras infantiles.

Pero pocos se tomaron tiempo para escucharla. Todos la tildaron de conflictiva y rencorosa. De envidiar el lugar privilegiado que luego le otorgaron a su hermana, mansa y obediente. Pero Yaritza nunca quiso ser mansa ni mucho menos obediente, y eso le valió mucho dolor. No logró despertar amor en el resto de los adultos que luego estuvieron a cargo de su crianza, a pesar de que no dejó de intentarlo cada vez que le fue posible. Pero su condición de mujer y sus decisiones no ajustadas a los cánones familiares y sociales, la proscribían una y otra vez.

Y así se sucedieron varios núcleos familiares: una abuela paterna la amó brevemente en medio de miseria y pobreza; y luego la tía Josefina, un poco obligada por las circunstancias, se hizo cargo materialmente de ella y de sus hermanos. Otro núcleo disfuncional la esperaba para acentuar aún más su condición de abandono sentimental, de tristeza y soledad.

Yarita era sin embargo toda dulzura, cariño y respeto. Sólo a hurtadillas libraba su conflicto sentimental. No entendió durante un buen tiempo aquel rechazo que la mayoría de los miembros familiares de este nuevo grupo consanguíneo, tendieron sobre ella y su personalidad. Vio nacer a sus hijos bajo la mayor pobreza, y pocos integrantes de esa familia eventual se acercaron siquiera a celebrar el milagro de la vida que engendraba su vientre. Y eso le causó gran parte de su vida, un dolor particularmente agudo: No contar jamás con los afectos de las personas que naturalmente debieron amarla viéndola crecer a su lado. Ese dolor, sin embargo, fue cediendo en la medida en que comenzó a gestarse en ella un proceso de comprensión de su propio espacio vital y de la armonía que adquiría con su entorno.

La maternidad le valió sabiduría. Le valió evolución. Luchó incansable por construir un hogar. Tropezó mil veces. Y mil veces se puso de pie. Buscando siempre felicidad. Tratando de conceder a sus seres queridos, espacios agraciados. Vio en la dolorosa enfermedad de la tía, un camino para perdonar su severidad. Comprendió los equivocados esquemas familiares que mantuvieron a ese ser protector que fue su tía, en una dolorosa carga para los pocos hijos que la asumieron. Perdonó sinceramente a sus padres. Los cuidó en la enfermedad y nunca tuvo un reproche para el abandono al cual la sometieron.

Libró también una batalla férrea por recuperar su salud. Trató de sanar su cuerpo y su alma. Lo hizo con tanto ahínco, como en el trabajo de construcción de su propia familia: la consanguínea y la que ella misma se ganó a lo largo de su vida. Decenas de amigos, decenas de amigas, hijos ajenos a quien cuidó y amó sinceramente. Esa era Yari. La que nunca su propia familia intentó conocer. La que se perdieron, pobres, hundidos en atavismos de todo tipo.

Y la que perdí yo recién, hace apenas un mes. Sólo materialmente, porque Yaritza es ahora una parte más profunda de mí misma. Ahora abro con ella un diálogo permanente. Como y veo su rostro sonriente, plácido ante los gustos gastronómicos. Veo las flores que aún nacen en mi ventana, y la veo a ella cargada de flores para su tía y para mí. La veo regalándome una orquídea que floreció tres años seguidos justo el día de mi cumpleaños. La veo también junto a su compañero Alfredo, feliz, hermosa, con un cabello brillante que también ella cultivó como un tesoro. Altiva. Nunca cabizbaja.

Compartí también con Yaritza el sentimiento de la proscripción familiar, de los tratos despectivos, el doloroso desamor familiar y generacional. Observamos las conductas familiares y aprendimos a no dejarnos afectar por ellas. Nos ayudamos a aceptarlo y a aceptarnos. Nos hicimos más humanas y más solidarias en el concepto de lo femenino y lo comunitario. Juntas lo hicimos. Juntas fue posible.

Y por eso, Yaritza sigue aquí, conmigo y con mis hijos, con quienes siempre tuvo un gesto afectuoso permanentemente. Y seguro que estará con sus amigos, sus hermanos, con sus hijos y con Alfredo, a quien quiso infinitamente. Lo sé. Este humilde recuento de su vida, es mi propia mirada sobre el espacio vital de ese ser de luz que fue mi prima hermana (¡mi hermana! ¡mi hija!). Cada uno de ustedes tiene una mirada. Conviértanla en amor para los suyos. Nunca abandonen los afectos. Les aseguro que eso exactamente era lo que Yarita hubiese querido.

Gracias a todos por tanto amor.

Tu Emi.