sábado, 3 de diciembre de 2022

La vida comienza en versos...

 


Del Caribe viene abuela,

a cuidar de la Martina.

Vuela desde Venezuela

a abrazar la pequeñina.


 

Martina es niña chilena

de padres venezolanos:

Abeja de esta colmena

Desde sus pasos lejanos.

 

La tierra llama certera

a los hombres, hermanos;

pero al cruzar la frontera,

se tratan como villanos.

 

Por eso abuela tardó,

en abrazar a Martina

Sólo en fotitos la vio

Ojos grises, serpentina.

 

Y armada de mil canciones

Y con dos títeres viejos,

Se creyó dueña del cielo,

feliz, sin preocupaciones.

 

Y aunque llena de sonrisas,

dulzona y con mucho «swing»,

La bebecita hacía trizas,

los nervios de una perdiz.

 

Terremoto era Martina,

con dulcito de café;

una niña bailarina

de cumbia y merecumbé.

 

Una artista del trepado,

La dueña del yo sé que…

que nunca se ha preparado

cuando se pide comer.

 

La abuela entra en apuros:

“¡Ni el baño, ni la cocina,

son lugares muy seguros

para que juegues, Martina!

 

Martina empuja su silla.

Y allá se va: ¡a la cocina!

Abre la olla, ríe y rechina

Y derrama la mantequilla.

 

“Estate quieta, Martina”,

Dice la abuela pasito,

mientras ríe la minina

haciendo como gatito.

 

La ataja al son del rapel

Llora, llora, majadera,

hace tapón de papel

con agua de la heladera.

 

Al rato sube a la mesa,

“No hay quien te aguante, ¡Señor!

Martina, niña traviesa,

Dame descanso, mi amor”

 

Y en eso la tía responde,

¡Llena de juicio casero!

“Denle como corresponde,

su juguete mañanero”.

 

Y encajada en su muñeca

hecha de trapos por tía,

por fin la niña se seca

las lágrimas de porfía.

 

Y es así como este cuento,

termina en un dos por tres:

la vida es solo un momento

que no podemos perder.

 

EL CAMINO DE EL IMPOSIBLE

 



                    

                                                                              Por Gladys Emilia Guevara

¿Y hasta cuándo duermen esas mujeres? Carajo, a esta hora, ya maíta tenía prendido el fogón con las arepas y colado el café. ¡Estas mujeres son flojísimas! Ahí amolé los cuchillos y limpié el pescado. Vamos a ver cuándo se levantan a bregar.

Ya el tío está de pie. Rezongando. Son las seis de la mañana, y aún los zancudos revolotean por nuestras viejas y roídas sábanas. El azote del viento y la fricción de las ruedas al paso de los autos por la carretera, es ahora más espaciado, pero su terrible ruido nos mantuvo en ascuas toda la noche. Recordaba aquellos momentos en que mirando el techo de asbesto conversaba con mi madre, y luego, ya entrada la madrugada, la oía susurrar un padre nuestro. Creo que ella tampoco dormía mucho, pero muy en la mañanita, temprano, se levantaba rauda, sí, a atender la cocina, preparar el café y estar atenta al paso del señor que vendía el pescado.

¿Cómo fue que los abuelos insistieron en construir esta casa a orillas de la carretera, teniendo tanto espacio en el fondo? Algún día voy a construir esta casa en el fondo. Voy a colocar marcos con telas de mosquitero en las ventanas. Y voy a hacer el gallinero que tanto quería la abuela. Un gallinero grande, cerca de la mata de cerecita.

Cuando era niña creía que el nombre de aquel pueblo era único. “¿De qué lugar de oriente es tu familia?”, me preguntaron un día. Y yo respondía con precisión… ¡De Quebrada Seca! “¡Pero nooooo, cualquier lugar de la geografía del mundo tiene un lugar que se llama así!” Nunca me repuse del desconcierto que supuso para mí esa realidad. Quebrada Seca podía estar en todos los lugares, pero nuestra Quebrada Seca era única, porque olía a mapuey, a piña, a cazabe y a pescado frito. Era Villarroel, una aldea entre Pueblo Escondido y Bichoroco. La Quebrada Seca de mis abuelos maternos a los que quise entrañablemente.

Mis abuelitos habitaron tierras en los alrededores de los pueblos de misiones, instalados en el amplio valle de Cumanacoa, siguiendo el cauce del río Cumaná de nuestros antepasados, hoy río Manzanares. Fueron misiones franciscanas las que llegaron hasta estas tierras fértiles en su afán de colonizar. Y fueron recibidos por la rebeldía de los cumanagotos en no pocas oportunidades, para que más tarde fuesen esclavizados en asentamientos productores de tabaco, caña de azúcar, añil, algodón… Y ya en forma posterior, café. Mi abuela era una mestiza que en las primeras décadas del siglo XX trabajaba en una hacienda de este valle recolectando café. Mi abuelito, un mulato alegre venido de Manicuare.

El tío está detrás de la casa, agachado de nuevo amolando algo que creo ahora es un machete frente a la ventana del cuarto donde aún dormitamos. El ruido es ensordecedor. Para de amolar, tiende las arepas y se va alfogón a asar las cachorretas. El olor nos hace saltar de la cama, entre hambrientas, divertidas y asustadas.

-“Tiiiiiío, son nuestras vacaciones, ¡no se afane tanto! Deje que nos levantemos cuando querramos.

-¡Igualito hay que comer!- sentencia hoscamente.

Según cuenta Humboldt, el tabaco era la producción más preciada del valle de Cumanacoa, con un olor sólo ligeramente inferior a los tabacos de Cuba. Pero también importante en cuanto a producción, mencionaba el añil, comparando la calidad de su color con el que se producía en Guatemala. Para entonces aquella carretera que conducía hacia estos pueblos aledaños era llamada por los expedicionarios, con Humboldt a la cabeza, el camino de El Imposible, en virtud de los giros por los que se transitaba, su estrechez, el peligro, la presencia de tupida vegetación, sitios areniscos, y muchos manantiales y lechos de piedras…

En cada población que se asentó en las márgenes del Cumaná, nacieron hombres y mujeres impregnados de mitos. La maravilla que los expedicionarios calificaron como El Imposible, hundió sus raíces en el imaginario cultural de una humanidad recién nacida al mestizaje. Nuestros pueblos originarios iniciaron allí un encuentro forzado, la imposición de una lengua, la opresión de sus mentes y sus cuerpos en aras de una civilización que nunca pudo saciar el hambre de aquel territorio, pero que en cambio le llenó de fantasías su entorno. No sólo convivían con sus muertos, sino que todo el territorio estaba poblado de duendes, brujas, espantos, y de indicios de la presencia de fuerzas malignas, que siempre podían ser sofocadas por el poder de la palabra.

Ya el tío tiene preparado los tobos, las palas y la escoba para ir a limpiar las tumbas de nuestros muertos. Ha cortado unos tulipanes morados que plantó en el porche, y que insólitamente, han sobrevivido a los bachacos que se comen todo cuanto se siembra allí. No ha dejado de ir al cementerio a alumbrar a los muertos. Hoy le acompañamos nosotras, pero él siempre lo hace sin nuestra ayuda.

El cementerio de Quebrada Seca se yergue sobre un alto montículo, camino al pueblo de San Fernando. El tío deambula por el camposanto con una destreza inigualable. Se le pierden las tumbas. “Eso es un misterio”, me dice. “El Negro, se me ha perdido varias veces. Tengo que venir con Angélica, de nuevo, para que me diga dónde está. Pobrecito, mi hermano. Creo que se me esconde. Él tiene que saber que yo estuve a su lado hasta el último momento. Aquí está el abuelo, papá Juan Natera. Y creo que aquella de allá, es la tumba de la abuela, mamá Francisca”.

Mamá Francisca Márquez, quien era hija de una originaria de los valles de Cumanacoa y un español. En vida, los abuelos se separaron. El bisabuelo formó otra familia en el mismo pueblo. Y con ello, al parecer creó una enorme fisura entre los dos linajes. Mi madre nunca profundizó mucho en aquellas anécdotas, y cuando llegábamos de visita al pueblo, pasábamos frente a las puertas de aquellas casas, con saludos distantes. Mi madre no conocía de la solidaridad con otras mujeres que quizá habían vivido situaciones tan difíciles como la suya. Su mundo se reducía a culpar en otra mujer, el desamparo y la falta de compromiso de los hombres.

“Esta pequeñita es la tumba de Romelia. Maíta nunca dejó de traerle flores. La lloró demás. Yo voy a ver si aparto unos cobres para levantar esa tumba, lo mismo que la de El Negro, mi hermano. Carajo, no sé dónde está. ¡Chica, cómo entierran a un ser humano así, sin siquiera ponerle una señal! Las hijas dicen que se la colocaron. Se perdería, pues, en este desastre; pero ellos nunca más vinieron a arreglarle la tumba. Y tanto que ese Negro luchó por toditos esos vergajos. Los hijos de él y los que no lo eran…”.

Romelia murió de pobreza a los cinco años. Hubiese sido mi tía. Mi mamá hubiese tenido una hermana. Ella era la única mujer de una familia de cinco hermanos varones. Era a Romelia a quien mi mamá veía al pie de su cama cuando convalecía en el hospital. “Está allí, paradita con su larga caballera extendida”, nos decía con seguridad, El mundo mágico de mi madre siempre persistió. Conversaba con sus muertos preparándose para morir.

El Negro Cabello, Germán, era mi tío. Se parecía asombrosamente al abuelo. Y de él heredó un carácter extraordinariamente alegre y cuentero.  Mi tío Negro nunca se fue del pueblo. Vivió muchos años en Quebrada Seca junto a una primera familia, y luego se separó de ellos y se unió a su otra compañera Marina, hasta que lo encontró la muerte en su casa de San Fernando. Era hombre de conuco. Manso, noble…

De regreso a la casa, el tío va cada vez más malhumorado, recordando el estado de abandono de las tumbas. Increpa duramente a una vecina que está justo parada en el porche de una casa, y que según el tío, también tiene olvidada la tumba de la madre. Ella lo mira en silencio. Con la tristeza de la pobreza reflejada en el rostro. Pero el tío no puede verle el alma. ¡No encuentra ni la suya entre tanta soledad, por eso se ha dedicado a resguardar el recuerdo de los muertos!.

Primero los lloran, desconsolados, hasta quieren enterrarse con los muertos; y después los olvidan. No se les ocurre ponerle ni una flor. ¡No te quiero ver por el cementerio llorando a la difunta Alfonza, cuando en todo el año ni te acuerdas de arreglarle su tumba Gente mala. Maluca, sí”

Ya tío, quédese quieto, ¿Qué sabe usted de las tristezas de cada quién?

No. Para el tío no hay justificación alguna. Su mirada de aldeano no le permite entender el peor de los olvidos y de las traiciones: las de los políticos que nos sumergen en miseria. Él se siente olvidado en vida. Muerto sin tumba. Cuando sufre el olvido de los muertos, sufre su propio olvido, habitando una casa que de pronto se le quedó vacía.

El camino de El Imposible, no sólo era sortear una geografía agreste, una naturaleza prístina, el camino de El imposible también se fraguó en el alma de mis ancestros indios y campesinos. Justo allí, en el valle de Cumanacoa; y de su generación, en las urbes citadinas de una nación gobernada por ladrones y por los hijos de los ladrones, por tradición secular. Primero los burló la colonia y luego la sarta de republiquitas que se sucedieron después de una fulana emancipación. El camino de El Imposible sólo fue carretera después de mucho más de un siglo. No significó progreso, sino más y diferentes formas de pobreza, y más sueños frustrados. No sólo fue la traición a una aldea de hombres, mujeres y niños descalzos, fue la imposición de un modo de vida insostenible, que los haría salir esperanzados a saciar el hambre en las grandes ciudades, para luego, en el mejor de los casos, arrojarlos de nuevo en su pueblo, como lo hizo un día con mi tío. Allá se fue él a ver morir a los viejos, y a morirse, en medio de la mayor negligencia asistencial.

En el recuerdo de mis tres generaciones maternas, el camino de El Imposible aún sigue intransitable y hostil, queriendo guardar el mayor tesoro que hemos perdido en esa búsqueda obsesiva de progreso civilizatorio: nuestro sentido de comunidad.



miércoles, 9 de noviembre de 2022

 


                    Réquiem por eso que ayer fuimos…


«Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; “murió”, y su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua»

Jorge Luis Borges. La otra muerte


“Cuando se camina por el monte, se va en silencio. Son medidas mínimas de seguridad”, me decía. Pero nunca me habló de la sacralidad del silencio ante la sola manifestación de una naturaleza plena que replica en mínimos espacios el sencillo pero complejo escenario de la vida. En aquellos momentos no echaba de menos su aparente falta de espiritualidad y disfrutaba de su naturaleza rebelde y de su decidida e irrevocable intención de dedicarse a la lucha armada. La épica de los años sesenta del siglo XX. El espíritu del Che, la poesía panfletaria y las canciones de protesta. Allí estaba eso que nombrábamos entonces como espíritu revolucionario: la voluntad de dar la vida por el bien común, aunque en su consecución se pusieran en práctica todos los postulados de Maquiavelo y se arrastrara a los seres amados al precipicio de la miseria y el abandono.


Pero no era esa entonces mi perspectiva. No la contemplaba, extasiada en la figura de aquel joven irreverente que desafiaba todos los esquemas sociales anquilosados de mi núcleo familiar. Y él estaba allí precisamente para ayudarme a destruirlos, para derribar todo aquello que hasta entonces configuraba mi potencial historia de vida: estudiar, casarme y tener hijos.


Sus botas abrían zanjas a través de la maleza, densa y alta. Eran caminos llenos de helechos legendarios, de hojas anchas e inmensas. Recuerdo mi desconcierto ante aquella flora gigante que custodiaba el sendero. Y al ras del suelo, en la tierra fértil de aquella geografía hermosa de los altos mirandinos, coquetas de todos los colores adornaban los recodos de las quebradas. Y aquí y allá, dalias en hermosa y diversa floración.


Éramos aún muy jóvenes, y la falta de su pulmón no había aún cobrado el peso que más tarde le haría ir sucumbiendo en una dura y triste semana, en una cama de hospital, a merced de la pandemia del covid.


Perdió su pulmón en una de sus tantas incursiones en la guerrilla urbana. Jugando a hacer revolución, se tropezó un día con un vigilante que le dio voz de alto. Iba armado y sabía que si lo revisaban, estaría perdido. Sacó el arma para amedrentar al vigilante. “Nunca pensé en dispararle”, me confió convaleciente y esposado a la cama en el Hospital de Los Magallanes de Catia. Su rostro pálido era la pura proyección del Cristo en la cruz. El sacrificio. Así le veía en mi primera experiencia de amor. Ahora pienso también en toda la inocencia que cabía en él, a pesar de su aparente compromiso político con grupos armados. Aun no sabía que tener un arma y sacarla, necesariamente acarreaba dispararla sobre el objetivo, o morir. En esa oportunidad, no murió. Teníamos que conocernos y amarnos por casi dos décadas. Y tener tres hijos.


Caminábamos largos trayectos hasta llegar a la cueva de El Indio, lugar al cual arribábamos exhaustos, después de largas horas de camino. Desde lo alto del lugar, más de una vez, rodamos perseguidos por miles de abejas enfurecidas. Las erinias del camino, pienso ahora. Nuestras continuas desavenencias y discusiones. Esas abejas nos persiguieron siempre, a lo largo de todo el tiempo que vivimos juntos, y mucho más allá, cuando por una u otra razón, nos encontrábamos en alguna callejuela de Los Teques, y yo volvía a experimentar el ritual de la posesión, hasta en su sola mirada.


Y no cabe duda que fue a fuerza de dolor que recién pude asomarme fuera de la caverna y descubrir otras dimensiones de la vida y no aquel claroscuro del bien y del mal, del doblegarse ante el dominante, aunque se luche discursivamente por el fin de la dominación.


Por eso aquellas caminatas por el monte dejaron de ser frecuentes. El escenario de nuestra relación pasó a la ciudad. No sólo era su pulmón lo que le cobraba factura para evitar largas caminatas, era ahora su eventual impostura de poeta. Tenía que fingir serlo, según él, para no hacerse blanco de persecución por parte del Estado. Y así fue como arribó en la bohemia, el alcohol y las infidelidades. Talleres de poesía, libros artesanales, huelgas de hambre para conseguir trabajos “cómodos”, porque un revolucionario no podía convertirse en un trabajador a tiempo completo, so pena de ser devorado por el Estado, y vencida su capacidad de lucha.


No obstante sus inconsistencias, que ya empezaban a vulnerar los afectos, aprendí de él también que no hemos de emprender luchas si no contamos con personas que acompañen un objetivo en común. No se puede luchar solo. Y luego entendí, ya más tarde, sin el apoyo discursivo de aquel primer compañero de mi vida, que no somos capaces de producir cambios externos, sin antes hacer esas transformaciones muy dentro de nosotros mismos. Y aún así, una vez que iniciamos ese recorrido, nos damos cuenta que ya no tenemos ni tiempo ni ganas de cambiar el mundo, porque sólo nos es dado transformar el pequeño espacio que habita nuestro cuerpo y en donde somos lo que somos: amigos, vecinos, padres, abuelos, hermanos, tíos, compañeros de trabajo… ¡Y qué felicidad maravillosa cuando podemos convertirnos en verdaderos compañeros de viaje!


Ya empezábamos para entonces a mirarnos los huesos. A exigirnos compromisos económicos y a señalarnos las inconsistencias. Y comenzaba a asomarse en el contexto nacional las revueltas que no venían lideradas, en un primer momento por nadie, ni estaban bajo la organización de ningún movimiento de izquierda, pero que rápidamente fueron aprovechadas por el descontento militar, del cual se columpió aquel Teniente Coronel, que cual flautista de Hamelín habría de conducir a todos a sucumbir por las trampas de ese Estado parasitario que se había creado a partir de la riqueza fácil de la minería. Y esa izquierda precaria, inmadura, torpe, e infiltrada por el mismo Estado, rechazada por la mentalidad del ciudadano común, y de la cual mi compañero de entonces era un fiel representante; le prestó el discurso reivindicativo a ese fatídico personaje para colarse en la insatisfacción de toda la población, y finalmente asumir el poder.

Nuestra ruptura de pareja ocurrió justo en esa época de cambios de operadores en Venezuela. Al ayudarme a deshacerme de algunos de los esquemas familiares aprendidos, aquel compañero no podía frenar mi propio proceso de crecimiento. Me distanció de lo superfluo, de la moralina familiar. Me ayudó a seguir leyendo y estudiando… ¿Cómo podía pretender entonces que siguiera a su lado? Era ley de vida. Todo aprendiz debe prescindir del maestro, porque para poder mirar con ojos nuevos, no es posible sostener la dependencia emotiva de un compañero controlador y prescriptivo. Si me hubiese dejado respirar, juro que hubiese estado al pie de aquella cama de hospital donde por fin logró liberar su cuerpo. Estoy segura de eso porque sé que le quise entrañablemente.


Se llamaba José Gilberto Gil. No era revolucionario. No era poeta. No era un hombre bueno. Era uno más en el mundo, como cualquiera de nosotros, acumuladores de símbolos y de rótulos. Náufragos de un mundo que nos hace creer “ser conscientes de la realidad”, provistos de nuestros procesos cognitivos básicos, pero desconocedores de los mil trucos que nos puede jugar la mente, porque no aprendimos a mantener atención sostenida sobre nuestro pensamiento para desenmascarar en él esos otros esquemas, que en nombre de una supuesta liberación social, terminan por ser también explotadores de nuestra vitalidad, de nuestra capacidad de amar, imaginar y crear una sociedad sin la sombra del poder de unos sobre otros.


Me debía este relato a mí misma y logré hacerlo sin dolor, lágrimas o nostalgias, más allá de las geográficas, del amor por aquella tierra hermosa que era Los Teques. Pero muy en el fondo, creo que esta historia de vida se la debía a todas las mujeres, y en especial a las de mi descendencia. A Martina, mi nieta, quien algún día mirará una foto de su abuelo y se preguntará por él y por todas aquellas razones que me hicieron marchar tanto tiempo a su lado, como parte de mi proceso de crecimiento.


El camino siempre será en solitario, porque el tránsito no es geográfico; pero si algún día, Martina, encuentras verdadera compañía, disfruta el viaje porque el recorrido siempre habrá valido la pena.


Noviembre,2022