Supe que era mi tumba por la precariedad de espacio y por
aquel olor a humedad que lo impregnaba todo. Era solo mi cuerpo encerrado lo
que quedaba, pero yo ya no tenía recuerdos personales. Mi historia se había
borrado de cuajo. De tan intensa y dolorosa quizás, ahora desaparecía en medio
de aquel reducto carcelario que cercaba mi cuerpo. Solo el silencio de mi mente
y aquel goteo incesante, indicio certero del agua socavando las oquedades de la
tierra o de mi propia sangre escapando de mí tan de prisa como entonces le era
posible. Pero la visión del mundo era extraordinaria. Una vez en ella, cesaba
la sensación de cautiverio y el aire enrarecido, mientras todas las
percepciones surgían como por primera vez. Recién nacidas. Sin nombre. Todas nuevas.
Y volvía a recordar mi historia a través del recuerdo de mis padres. Allí,
presumí, debían estar ellos.
Y entonces un aire fuerte, fortísimo se apoderaba de mi alrededor.
Las almas atravesaban esos espacios a velocidades increíbles, mientras la voz
de mi madre me decía quedito: “No temas, eso aquí es así. Poco a poco te
acostumbras”. Pero aquello que para aquel instante era yo, temblaba de miedo
ante lo desconocido. Y siempre su voz, siempre la voz materna llamándome a la
calma. “Respira”.
“¿Has visto a mi papá?”, atiné a preguntarle. Y entonces mi
madre era como una estampita de lo pequeña que estaba. Supongo que se
distanciaba. Que no eran iguales los espacios proximales en aquel lugar
insólito. “No, no lo he visto”. Y mi insistencia: “Yo sí lo he visto. Él está aquí. Yo le hablé.Y tú
debes estar con él” Y ella repitiendo: "Nunca lo logré ver. Nunca lo logré ver.
Nunca".
Desperté bañada en lágrimas y con el corazón agitado por un
miedo irracional, y sólo pensé en refugiarme en el cuarto de mi hija, huyendo
de una revelación demasiado impactante para mí. Temblando y entre lágrimas le
conté mi sueño. La vi sonreír comprensiva y decirme: “Pero no te asustes, es un
sueño hermoso”. “No, le dije, tengo mucho miedo”.
Y entonces ocurrió algo mucho más increíble que el sueño. Mi
hija, la menor de mis hijas, aquella a quien yo consolaba cuando sentía miedo, abrió su cobija y me dijo: “Ven, acuéstate a mi lado para que se te pase
el susto” Y en ese instante tuve consciencia de la irracionalidad de mi
conducta, de mi debilidad e indefensión. Me sentí avergonzada. Pedí disculpas
por despertarla a esas horas de la madrugada y me fui al cuarto de nuevo a
esperar que amaneciera.
Un sueño de muerte y un sueño de vida. No hay poder en la
maternidad frente al miedo. Tememos todo lo desconocido. Sólo el amor nos
salva. El amor de una madre, de unos hijos, de los amigos, de un compañero
amable que acompaña el camino. Si los sueños constituyen revelaciones
intuitivas de nuestra existencia, creo que ese día alcancé un escaño en ese
vínculo infinito que establecemos con nosotros mismos y el resto de los seres
humanos con quienes la vida nos permite interactuar.
Hoy, más segura que nunca de ello, me refugio en mis afectos.
Que la muerte me encuentre serena. Que mi madre custodie mi calma, y que mis
hijos puedan verme partir, y partan también ellos, con absoluta serenidad.