Aquella
calurosa mañana de marzo había salido como ya era costumbre a su trabajo
temiendo una llamada intempestiva, un aviso trágico que le hiciera desviar el
camino del colegio y emprender el largo recorrido fuera de la ciudad. Pero
nunca imaginó que aquel alerta no sería producto de la dura enfermedad que agobiaba a su madre, del estado de postración y de la lenta y difícil
recuperación que venía cumpliendo desde hacía casi cinco meses. No pensó jamás
que aquella temida contrariedad se dispararía por un factor interno a ella
misma, que no sólo le impediría desde ese día y en lo sucesivo, volver al
trabajo y atender el doloroso estado de su progenitora, sino que acabaría
transformando para siempre todo su espacio vital y sus relaciones sociales.
Dos
veces se devolvió a recoger objetos olvidados. Dos veces abrió y cerró el
cerrojo de la puerta para salir nuevamente a la calle con paso presuroso. Si
todo marchaba bien podría aplicar las evaluaciones a sus estudiantes en las
primeras horas de la mañana, y de seguro se tomaría un tiempo a medio día para
llamar e indagar cómo había transcurrido las horas de la mañana para su madre.
Además podría volver a casa, almorzar y regresar en tiempo justo al trabajo para
adelantar algunas actividades atrasadas de los grupos de estudio vespertinos.
Remontó
rauda la calle empinada que daba acceso a la avenida, y justo cuando adelantaba algunos pasos hacia
la estación de trenes, comenzó a sentir un frío intenso bajo las sienes. Se le
hacía difícil caminar, como si de pronto las piernas le pesaran demasiado. Giró
la vista y miró en un último momento de lucidez mental las tupidas ramas de un
framboyán. Allí detuvo su mirada, encendida por aquel fulgor naranja y verde
brillante que la alejó en un segundo de cualquier cavilación mundana.
Muchas
luces después hirieron sus pupilas vacías. Y el tiempo, que para ella se había
convertido en un eterno impulso de acción, se detuvo en forma irreversible. No
más libros. No más recaudos administrativos. No más correcciones. No más aulas
llenas de estudiantes. Sólo silencio y el breve espacio de su cuarto de
apartamento recordándole su deseo de jardines y de una casa con techo de placa
a dos aguas.
Desde
su cama podía percibir el más mínimo rumor. Trino de aves, cornetas, el ruido
del tren bajo los rieles, risas, ruido de botellas, palabras soeces…Pero sólo
un canto grave y monótono que comenzó como un rumor, tuvo para ella la
suficiente intensidad como para devolverle los recuerdos. Era un canto ritual,
posiblemente un baile. Y aquellas voces que lo entonaban venían como en
peregrinaje, en una marcha lenta, con crujido de hojas secas, paso incesante,
al son de flautas, tambores y pitos.
Alguien
se acerca a su cama, le habla y sonríe, pero ella sólo reconoce el sonido y se
refugia en él.
En
este instante todos bailan. Bailar es una forma de asegurar que se está en la
vida verdadera. Y el poder de la danza hace crecer el círculo de cuerpos que se
mueven rítmicamente y hacen vibrar los instrumentos. Y ella siente cómo su
cuerpo se agita también con el canto antiguo y se aferra a la vida. Quiere
volver a mirar su rostro, saber si es ella aún la que habita aquel cuerpo que
ahora es todo danza, todo ritmo, todo canto.
Su
hija abre la cortina del cuarto y corre el vidrio para dejar pasar una pequeña
corriente de aire que le refresca la frente sudorosa ya por la agitación de
aquella danza mágica que no termina. Le moja los labios con un algodón húmedo y
vuelve a sonreírle.
Ahora
el baile es una fiesta de colores, es el follaje de muchos árboles floridos. Y
su hija sigue de pie, frente a ella, tratando de hallarla de nuevo detrás de
aquellos ojos inexpresivos y desolados. Pero ella ya no está allí, arrebatada a
tiempo por el sonido del tambor y el clamor de una voz de mujer que se levanta
en medio del círculo de vida para decir unas palabras en una lengua extraña. La
danza se detiene y los cuerpos descansan.
Y
aunque el canto continúa, ella siente cómo va poco a poco apagándose, huyendo
detrás del crujido de sus propios pasos en la hojarasca. Porque sí, ahora lo
sabe. Ella está allí. Plena aún de vida, aunque ahora se debata entre sábanas
en un nuevo ritual de cemento.
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