martes, 5 de febrero de 2013

Ritual de cemento


Aquella calurosa mañana de marzo había salido como ya era costumbre a su trabajo temiendo una llamada intempestiva, un aviso trágico que le hiciera desviar el camino del colegio y emprender el largo recorrido fuera de la ciudad. Pero nunca imaginó que aquel alerta no sería producto de la dura enfermedad que agobiaba a su madre, del estado de postración y de la lenta y difícil recuperación que venía cumpliendo desde hacía casi cinco meses. No pensó jamás que aquella temida contrariedad se dispararía por un factor interno a ella misma, que no sólo le impediría desde ese día y en lo sucesivo, volver al trabajo y atender el doloroso estado de su progenitora, sino que acabaría transformando para siempre todo su espacio vital y sus relaciones sociales.

Dos veces se devolvió a recoger objetos olvidados. Dos veces abrió y cerró el cerrojo de la puerta para salir nuevamente a la calle con paso presuroso. Si todo marchaba bien podría aplicar las evaluaciones a sus estudiantes en las primeras horas de la mañana, y de seguro se tomaría un tiempo a medio día para llamar e indagar cómo había transcurrido las horas de la mañana para su madre. Además podría volver a casa, almorzar y regresar en tiempo justo al trabajo para adelantar algunas actividades atrasadas de los grupos de estudio vespertinos.

Remontó rauda la calle empinada que daba acceso a la avenida,  y justo cuando adelantaba algunos pasos hacia la estación de trenes, comenzó a sentir un frío intenso bajo las sienes. Se le hacía difícil caminar, como si de pronto las piernas le pesaran demasiado. Giró la vista y miró en un último momento de lucidez mental las tupidas ramas de un framboyán. Allí detuvo su mirada, encendida por aquel fulgor naranja y verde brillante que la alejó en un segundo de cualquier cavilación mundana.

Muchas luces después hirieron sus pupilas vacías. Y el tiempo, que para ella se había convertido en un eterno impulso de acción, se detuvo en forma irreversible. No más libros. No más recaudos administrativos. No más correcciones. No más aulas llenas de estudiantes. Sólo silencio y el breve espacio de su cuarto de apartamento recordándole su deseo de jardines y de una casa con techo de placa a dos aguas.

Desde su cama podía percibir el más mínimo rumor. Trino de aves, cornetas, el ruido del tren bajo los rieles, risas, ruido de botellas, palabras soeces…Pero sólo un canto grave y monótono que comenzó como un rumor, tuvo para ella la suficiente intensidad como para devolverle los recuerdos. Era un canto ritual, posiblemente un baile. Y aquellas voces que lo entonaban venían como en peregrinaje, en una marcha lenta, con crujido de hojas secas, paso incesante, al son de flautas, tambores y pitos.

Alguien se acerca a su cama, le habla y sonríe, pero ella sólo reconoce el sonido y se refugia en él.

En este instante todos bailan. Bailar es una forma de asegurar que se está en la vida verdadera. Y el poder de la danza hace crecer el círculo de cuerpos que se mueven rítmicamente y hacen vibrar los instrumentos. Y ella siente cómo su cuerpo se agita también con el canto antiguo y se aferra a la vida. Quiere volver a mirar su rostro, saber si es ella aún la que habita aquel cuerpo que ahora es todo danza, todo ritmo, todo canto.

Su hija abre la cortina del cuarto y corre el vidrio para dejar pasar una pequeña corriente de aire que le refresca la frente sudorosa ya por la agitación de aquella danza mágica que no termina. Le moja los labios con un algodón húmedo y vuelve a sonreírle.

Ahora el baile es una fiesta de colores, es el follaje de muchos árboles floridos. Y su hija sigue de pie, frente a ella, tratando de hallarla de nuevo detrás de aquellos ojos inexpresivos y desolados. Pero ella ya no está allí, arrebatada a tiempo por el sonido del tambor y el clamor de una voz de mujer que se levanta en medio del círculo de vida para decir unas palabras en una lengua extraña. La danza se detiene y los cuerpos descansan.

Y aunque el canto continúa, ella siente cómo va poco a poco apagándose, huyendo detrás del crujido de sus propios pasos en la hojarasca. Porque sí, ahora lo sabe. Ella está allí. Plena aún de vida, aunque ahora se debata entre sábanas en un nuevo ritual de cemento.

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