Allá, entre
aquella neblina alta que viene de Cocollal, estaba el conuco de piñas de Juan
Cabello. Sí. Cada vez que llego a la casa vacía de los abuelos, miro hacia esa
dirección y vuelvo a escuchar la voz de mi madre, señalándome un pedacito de
terreno fértil que resaltaba en las laderas de Quebrada Seca. Eso era del
abuelo. No por papeles. No por ley. Lo era por justicia comunal. Año tras año, el
abuelo se levantaba de su catre para acariciar aquellas tierras que lo compensaban
con inmensos mapueyes, ocumos, yuca, batatas y jojotos para los hervidos. Era
el sustento de la familia en los tiempos cuando la existencia del hombre se
ceñía a su habilidad para sacar sano provecho de la naturaleza que lo rodeaba.
Tiempos de pobreza sí, pero de solidaridad y sana armonía vecinal.
La neblina que llegaba a Quebrada Seca en las mañanas era ciertamente de Cocollal, unas tierras mágicas y frías de Cumanacoa que en medio del calor oriental se antojaban de cobijar el frío de las montañas. Años después de muerta mi madre, yo emprendería viaje en búsqueda de la neblina y me solazaría en aquella maravilla. Entonces iría sin la voz fraterna de ella rememorando su niñez y su adolescencia, sin su mirada hecha de ríos cristalinos, su piel de olores dulces que evocaban todos aquellos platos familiares con que solía sorprendernos, sus juegos infantiles, sus historias de encantados, de espantos y aparecidos...
La neblina que llegaba a Quebrada Seca en las mañanas era ciertamente de Cocollal, unas tierras mágicas y frías de Cumanacoa que en medio del calor oriental se antojaban de cobijar el frío de las montañas. Años después de muerta mi madre, yo emprendería viaje en búsqueda de la neblina y me solazaría en aquella maravilla. Entonces iría sin la voz fraterna de ella rememorando su niñez y su adolescencia, sin su mirada hecha de ríos cristalinos, su piel de olores dulces que evocaban todos aquellos platos familiares con que solía sorprendernos, sus juegos infantiles, sus historias de encantados, de espantos y aparecidos...
El abuelo
era un hombre alegre. Festivo. Contador de “cachos”. Asiduo radioescucha de
novelas. La abuela lo peleaba incansablemente por esa práctica. De una a una y
media del mediodía comenzaba su radionovela preferida: “Martín Valiente, el
ahijado de la muerte”. Él se sentaba en un sofá y mi hermana y yo nos
acomodábamos de lado y lado en el piso, abrazando cada una de sus piernas, a
escuchar con él aquella voz grave de Arquímedes Rivero, y aquellos divertidos
sonidos que simulaban el chirrido de una puerta, disparos, truenos, galope de
caballo…
El abuelo
venía de Sotillo, un pueblecito cercano al Golfo de Cariaco, lugar donde de
seguro arribaron sus ancestros negros para entremezclarse con los indígenas de
la zona. Así era él: un zambo querendón y dulce que venía de tiempo en tiempo a
nuestra casa cargado de cazabe, piña y pescado salado a pasarnos una mano
pesada y áspera por la cabeza, contarnos cuentos y escuchar “cachos
sabrosísimos” por la radio.
El abuelo
subsistía de la agricultura, pero también de la venta de pescado por allá por los
lados de San Fernando. Y por pura camaradería comunitaria, combinaba sus
oficios con los de barbero. De esas laderas bajaba en su burro, borracho,
rematando postas de pescado, y acompañando las ventas con chistes y cuentos
inventados.
Y aunque la
abuela le peleara sus miles de mañas, un manso amor pareció siempre sellar la
unión de los abuelos. Ella siempre
esperó su llegada del conuco, hasta después de muerto. Y me decía, convencida,
que el abuelo se sentaba en el borde de su cama todas las noches y hacía crujir
el jergón. “Yo lo regaño. Y le digo: Eso es malo, Juan. Usted está muerto. Váyase ya para el lugar
donde están los muertos” Y mi abuelo se paraba de la cama y se iba arrastrando
los pies. Triste. Así me lo contaba la abuela. Y lloraba quedito.
Fueron muy
pobres los abuelos. Una hija de cinco años, a la que llamaron Romelia, se les
murió de mengua. Y la abuela, una mestiza de ancestros españoles e indios, me
la describía nostálgica, como una niña con una hermosa cabellera rubia y
rizada. “Era blanca y de ojos azulitos, con una melena rubia que le caía en la espalda”, decía con mal disimulado orgullo.
Pero cuando
el abuelo murió, y sus hijos se desperdigaron todos hacia la ciudad huyendo de
la miseria campesina, su pedacito de
tierra quedó baldío; y con el pasar del tiempo, otras personas comenzaron a
trabajarlo y a hacerlo suyo. No obstante, mucho antes de que eso ocurriera, el
tío Germán volvió al conuco. Era el único agricultor de la familia. Y uno de
los pocos que no emigró a la ciudad tras la promesa de una vida mejor.
El tío
Germán, el Negro Cabello, heredó del abuelo su buen humor. Quizás porque la
tierra suele metérseles a los indios y a los campesinos en el alma y
enterronarles el corazón. Cuando eso pasa es difícil que alguien los convenza
de migrar. Eso les pasó al abuelo y al tío Negro.
Pero al tío,
poco a poco, las historias personales, le fueron socavando su alegría, la fue
perdiendo a la par que el país entero dejaba de ser rural y se instalaba en una
era industrial ficticia, torpe, falsa… El Negro Cabello se hizo Prefecto de San
Fernando, construyó allá su propia casita y ya no tenía muchos ánimos para la
siembra en el conuco del abuelo.
Lo último
que recuerdo de aquella tierra, fue la siembra de piñas. Un negocio a medidas
con mi madre, su hermana, para recuperar las tierras del abuelo. Un pacto de la
mujer citadina con el hermano campesino para recuperar la tierra del padre. Yo
misma la acompañé al pueblo para conversar con el tío sobre el conuco.
Entonces el
tío aún reía. Me encantaba oírlo hablar. Astuto. Inteligente. Particularmente
sagaz en el humor y la crítica. Ese día ellos planearon ir al río y hacer un
sancocho de buchuros, camacutos, camarones y guaraguaras… Nos armamos de vituallas y nos fuimos a
unas pozas hermosas que se formaban con la convergencia de ríos en la zona… Río
San Juan y Río Arenas…
Pero los
recuerdos (¡ay, la memoria!) no podían dejar de acudir en aquellos momentos. La
muerte entonces de los seres queridos cobró espacio entre los hermanos, y el
tío Germán, el tío Negro, se hizo el protagonista del encuentro…
Y así fue
como el tío nos contó del hallazgo que hizo en el conuco. Y yo pude ver su
alma, enseñoreándose por sobre su humilde humanidad. Esa imagen de su alma fue
la que años más tarde me llevó a volver al pueblo, a volver una y otra vez
segura de encontrar de algún modo unas raíces moribundas sobre las cuales
aferrar mi propia existencia.
El tío
volvió al conuco. Lo rozó. Y cuando removía la tierra para la siembra,
encontró, medio enterrada, la plancha dental del abuelo.
“De seguro
paíto, sembrando ¿tú ves?, estornudó, y se le cayó la plancha. Y no la consiguió”.
Y de inmediato, el tío irrumpió en un llanto que nos enmudeció a todos.
Recobrar el
instante en que el abuelo –su paíto, como ellos lo nombraban− había perdido algo
de tanto valor como su plancha, y llorar, fue la clave que el tío me dio en mi
propia búsqueda. Él, por supuesto, nunca lo supo, pero mi admiración por ese
espíritu simple que lo alentaba, siempre fue infinita. Nada me pareció más
sagrado que el amor de esos seres a través de la tierra. Nada me ha parecido
hasta ahora más valiosa que la autenticidad del ser humano. Él me convenció de
que las inteligencias no necesitan palabras porque conversan tácitamente. A
pesar de las personas y de sus respectivas historias personales.
También supe qué era lo que nuestra
familia había perdido y olvidado en su loca migración a las ciudades. Lo había
leído ya en mi ensoñación por la neblina. En mi perseverante necesidad de la
tierra, su olor, su paisaje y su aliento.