La voz de Ana es firme. No vacila en el uso de una lengua que sólo le es propicia para defenderse de las mil caras del colonizador. La consistencia de su verbo formulado en lengua española sólo es comparable con la de su pensamiento y su espíritu de preservación de la etnia yukpa. Sus ojos brillantes se fijan en un solo punto mientras expone la lucha de su pueblo.
Basta que sus palabras resuenen en una reducida sala en la
Comisión Permanente de Asuntos Indígenas de la Asamblea Nacional, para que
todos los asistentes comprendamos que quién habla lo hace desde un
extraordinario ejercicio de dignidad humana.
Y mientras ella habla del dolor de su madre, del asesinato de
sus dos hermanos y del resto de sus compañeros yukpas, del malogrado proyecto
de siembra de cacao de su hermano Alexander, y de cómo el ejército bolivariano
protege a los hacendados de la Sierra de Perijá, en abierto desacato a las
decisiones del Presidente Chávez sobre el proceso de demarcación de tierras
indígenas, uno se pregunta angustiada cuándo fue que perdimos la habilidad y el
tino para darnos cuenta de con quién avanzábamos en esta dura lucha por
alcanzar una sociedad más justa y más humana.
Nadie se atreve a arrebatarle a Anita su derecho de palabra,
aunque ella hace pequeños silencios, preámbulos sólo de la fortaleza con que
formula nuevas aseveraciones, tristes reflexiones… “¿Es que porque somos
indígenas no importamos?”, “¿Hasta cuándo soportamos el dolor de ver morir a
nuestros hermanos?”, “¿De qué nos vale tener representantes indígenas en la
Asamblea y una ministra indígena?”, “¿De qué nos valen leyes que dicen
favorecernos, si en nuestras comunidades seguimos víctimas de los hacendados?”…
¿Quién le responde a Anita? ¿Quién le responde a nuestros
pueblos originarios?
Todos los presentes tenemos los rostros bajos. Nos avergüenza
formar parte, de una u otra forma, de todo este sistema que en pleno siglo xxi,
a quinientos veinte años del proceso de conquista español, aún sigue diezmando
a la población indígena por el sólo contacto con nuestras envilecidas
instituciones, pobladas en su mayoría por esa suerte de funcionarios títeres de
terratenientes y militares corruptos que llevan la desunión y la discordia a
nuestras comunidades indígenas.
Levanto la mirada y corroboro que mi vergüenza, y también mi
rabia, son la vergüenza y la rabia de todos los que ese 17 de julio acompañamos
a la delegación encabezada por Sabino Romero Martínez, hijo de Sabino Romero
Izarra, Carmen Fernández Romero y Ana Fernández en demanda de intervención
efectiva para solventar la situación de indefensión en la cual se encuentran
nuestros hermanos.
También comprendo que esos dos sentimientos no pueden ser
ajenos al pueblo venezolano urbano, a ese mismo pueblo que hace frente día a
día a miles de luchas contra la opresión de un sistema cada día más asfixiante,
en la medida en que no sólo nos agobia con sus esquemas conductuales estereotipantes,
sino que nos impulsa siempre hacia lo individual, hacia el olvido y la
indiferencia del dolor que siente el vecino o cualquier habitante de este vasto
territorio planetario…
Pero… ¿Quién lleva la voz de Anita al pueblo de Venezuela?
¿Quién se atreve a desdeñar sus cargos y los beneficios que recibe del gobierno
bolivariano, para romper tan sólo una lanza por el pueblo yukpa? ¿Quién rompe
el cerco de silencio que se ha tendido sobre las causas indígenas -que no son
distintas de las causas de campesinos y líderes comunales- y exige un cambio claro, inteligente y
drástico de nuestras políticas de vinculación con los pueblos indígenas? ¿Quién
le dice al presidente Chávez que cese en su afán de perpetuar una ministra
malinche que traiciona a su pueblo? ¿Quién le dice al máximo líder del pueblo
venezolano que deje de confiar en sus “incondicionales” para que verdaderamente
comience a acercarse al dolor del pueblo?
Sé que estos “hermanos indígenas” que ocupan cargos en las
oficinas de esta y de todas las instituciones del país, jamás llevarán la
verdad hasta los colectivos sociales.
Sé que los periodistas, otrora críticos y combativos con los
cuales contábamos los que nunca tuvimos ni tendremos voz para los poderosos,
ahora cuidan sus “logros”, sus “espacios” y tildan de “ultrosos”, “anarquistas”,
“extremistas” o en el mejor de los casos, “sospechosos de trabajar para los
intereses de la derecha”, a todo aquel que señale los males por los cuales se
desangra también nuestra mal llamada revolución.
Sé que esta reunión, como tantas otras que se han promovido
en las instituciones del Estado, en pro de la causa yukpa, quedará sólo en los
tristes apuntes que tomaba el asistente jurídico del diputado José Luis
González, y que si no logramos que la voz de Ana -esa mujer yukpa que se
decidió a salir por primera vez de su comunidad para salvar las enormes
distancias que la separan de las leyes waitías- llegue por fin a lo más puro
que aún tiene el pueblo venezolano, que es el amor por sus raíces, esta
revolución bonita se nos irá haciendo cada vez más artificial e impostada, y sé
que ya no habrá paz posible para nosotros ni para nuestros hijos, porque todo
sueño de cambio y transformación, desaparecerá.
Hago entonces un llamado a todos los comunicadores
alternativos que compartieron conmigo el privilegio de escuchar a Ana, para que
den a conocer las entrevistas y grabaciones que le hicieron a ella y a su
madre, así como también las formuladas por Sabino Romero, hijo. Levantemos esas
voces. Multipliquemos sus mensajes solicitando el pago inmediato de
bienhechurías a los hacendados, como mecanismo para detener las continuas agresiones
que sufren nuestros indígenas. Defendamos la autodemarcación de tierras en la
Sierra de Perijá por parte de los yukpas. Detengamos con nuestra acción
consecuente y organizada las pretensiones mineras sobre las tierras que habitan
nuestros pueblos ancestrales, garantizando la presencia de los pueblos
originarios como eternos guardianes de la naturaleza. Hagámoslo ahora, burlando
cualquier coyuntura electoral que pretenda imponerse por sobre nuestra
dignidad.
¡Tierra y vida para el pueblo yukpa!
¡Yukpa somos tod@s!
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