Bajo el título de “¿Docencia o violencia?. La política y el arte de convivir”, un docente del Instituto Pedagógico de Caracas intenta “reflexionar” sobre los sucesos ocurridos en esta casa de estudios el jueves 25 de octubre del presente año.
La dicotomía entre dos términos cuya sonoridad procura atraer la atención del lector promedio, unida a un contenido superficial, convertido en lugar común de los académicos tradicionales, nos permite colocar en el tapete de la discusión, temas de vital importancia, en virtud de los cambios que se avizoran en el escenario universitario por la posible aprobación de la Reforma Constitucional, y con ella, el conjunto de articulados que de seguro activará las notorias contradicciones que tienen lugar en las universidades.
En un primer término, es necesario considerar en el texto que nos presenta El Nuevo Ipecista, órgano de difusión informativa de la institución, la inclusión desafortunada de una frase de Octavio Paz, formulada quizás en un contexto en donde pudiera haber tenido alguna dosis probable de factibilidad, pero fuera de él, y para referirse a sucesos del actual escenario que vive nuestro país, podría ser interpretada como un inmenso equívoco: la política es y debe ser el arte de convivir, pero indudablemente, reclama también, como arte al fin, un objetivo transformador. Cualquier concepción política que no lleve implícita la noción del cambio, de seguro está condenada a sucumbir. De allí que el autor del escrito comience su disertación con una selección lamentable de una sentencia débil y con graves connotaciones ideológicas.
Una segunda consideración tiene que ver con la visible confusión que tiene el docente en relación con el término “política”, el cual deberíamos, como amigos de lo académico y ciudadanos interesados por lograr la participación protagónica que conquistamos con la aprobación de la Constitución de 1999, intentar recuperar. Nunca la política puede llegar a convertirse en fanatismo. Lo que pudiera arribar en dogmatismos es precisamente el asumir parcialidades para cuidar o defender intereses personales. De allí que, como forma de descalificar al oponente, podamos incurrir en la adjetivación de “doctrinario” o “proselitista” para referirnos a aquellos individuos que no actúan de manera racional, sino que lo hacen de acuerdo a motivaciones mezquinas, que tienen que ver más con la visceralidad; pero indudablemente en el discurso de un docente universitario, resulta revelador el manejo indiscriminado de un término tan significativo.
La tercera observación, y quizás la que de un modo u otro me llevó a escribir sobre el texto del docente ipecista, es la que tiene que ver con la ideología gremialista del docente, que yo opongo y opondré mientras viva, a la concepción plena e integral del verdadero y la verdadera educadora. No se trata de lamentar que nuestros jóvenes, de una u otra tendencia, incurrieron en hechos de violencia. Un verdadero educador nos invita a reflexionar sobre las causas reales de estos fenómenos. Y las causas no se encuentran en el suceso anecdótico y lamentable que se protagonizó en el Instituto Pedagógico de Caracas, sino en el conjunto de relaciones estructurales que se han venido perpetuando en los recintos universitarios. Si no fijamos nuestra atención sobre las prácticas culturales de todos y cada uno de los actores y actrices del escenario educativo, difícilmente podremos identificar los fenómenos que ocurren en nuestro entorno. Incurriríamos - como bien lo apunta un libro de gran difusión en nuestra institución, La aventura de aprender del profesor Pablo Ríos - en deficiencias cognitivas tales como la monocausalidad y la percepción episódica de la realidad.
Y es entonces cuando desde mi humilde ejercicio de educadora de media y diversificada, ejercido desde hace veintiséis años, con todas las estrecheces económicas que este rol confiere, me pregunto si volver a mi casa de estudios, esa que me brindó sus saberes y conocimientos, no sea más que el regreso a la misma coyuntura: una institución divorciada de su contexto social, un grupo de profesores y profesoras que por el hecho de ejercer la carrera docente en el nivel universitario, se creen envestidos de una cierta majestad, sin ejercer responsablemente su rol de investigadores. Y en este sentido quiero expresar que realmente dudo de la capacidad para investigar de cualquier docente que enfoque una situación desde una perspectiva puramente empírica.
El docente concluye su escrito diciendo: “Al final, quisiera responderle a un colega que me dijo que lo ocurrido el jueves 25 de octubre podría hablarnos del fracaso docente. Le contestaría que nada está perdido mientras nos perturbe y avergüence, mientras sigamos acudiendo a los salones, a pesar del ambiente hostil, creyendo que las ideas son la mejor forma para convivir y no de someter, y trabajando para deshacer esa obscena imagen de trifulca”.
De este discurso final del docente escribidor, extraigo yo mi preocupación que da título a mi artículo: ¿Hasta cuándo soportan las universidades docentes de salón? ¿Cuándo comenzarán a aumentar el número de educadores que trasciende el claustro universitario, asume dignamente su rol de investigador y se atreve a convertirse en verdadero instrumento de transformación social?
Creo, lamentablemente, que el Instituto Pedagógico de Caracas aún no tiene la palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario