viernes, 9 de noviembre de 2007

Ejercicios narrativos: Desde otra aldea y Lienzo escolar

Desde otra aldea

A veces la tarde lo encontraba ensimismado, absorto en el ir y venir de las nubes, en la tenue y sutil caricia del sol... Eran los únicos momentos de tranquilidad que asomaban en su agitada existencia, y todos lo sabían. Podrían, pues, pasar a su lado sin temer sus arrebatos, sus saltos malabaristas acompañados de gestos propios de lucha al estilo de los karatekas y un grito gutural y terrible que habría hecho temblar a más de un transeúnte. Su rostro, teñido del hollín de la calle, adquiría entonces un aspecto normal, y a no ser por los jirones de sus ropas, el sucio de su piel , la maraña de sus cabellos... habría podido confundirse entre el conjunto de trabajadores que transitaba por el lugar.

El ‘loco bomba’, solían llamarlo todos, mientras disfrutaban el efecto que su comportamiento producía entre los desprevenidos habitantes de la ciudad. Y en ese estado de momentánea perplejidad lo miraba ahora la niña, libre de la mano materna, que efusivamente estrechaba una mano amiga y olvidaba asir la manecita de la pequeña.

Aprovechando el descuido de la madre, se acercó hasta él y le sonrió.

- ¿Tienes frío? – le preguntó como en un susurro- mientras le extendía una barrita de chocolate.

El hombre fijó sus ojos en ella, como volviendo a un tiempo y a un espacio desconocido. Nada quedaba en sus recuerdos. El mundo sólo se definía en instantes. Y sin embargo, las lágrimas cubrieron, en un segundo, las sucias mejillas del loco. No tomó el chocolate, sólo la miraba. Fueron fragmentos de minutos los que transcurrieron para que la madre se percatara del suceso. Rápidamente tomó a la niña de la mano y nerviosamente la alejó del lugar.

- El abuelito tiene frío, mami, el abuelito tiene frío... – se quejaba, mientras volvía su cabecita para mirarlo.

El hombre la siguió con la mirada, hasta que su figura se perdió en el cruce de la calle. No obstante, sus ojos seguían empañados de lágrimas. Muchas hormiguitas subían ahora por su ropa y se paseaban, felices, por su piel curtida, envejecida de sol y polvo callejero. Se acostó, nervioso, sobre los sucios cartones que le servían de asiento y comenzó a sacudirse las hormigas.

- ¡Al carajo... ¡ Son muchas, muchas... – gemía desesperado.

Las hormigas clavaban ahora sus feroces ponzoñas sobre el cuerpo del desvalido y este comenzó a aullar mientras saltaba por sobre los cartones. De pie, sus saltos adquirían una altura inusitada, como si de pronto, una fuerza extraña lo alejara del piso elevándolo extraordinariamente. Sus ojos húmedos brillaban llenos de una fiereza casi animal.

Algunos curiosos lo miraban, entre risas y comentarios, desde la esquina opuesta de la calle, hasta que de pronto, el loco detuvo sus saltos y volvió a sentarse. El mundo volvió a quedar en silencio. Cesó el ruido de la calle y las hormigas se dispersaron, como por arte de magia. El loco bomba reclinó la cabeza por entre sus piernas y se ovilló.

Ya no recordaba el rostro de su madre, desdibujado entre gritos y escobazos, pero en un lugar hasta entonces oculto de sus pensamientos, se iluminó los rasgos gráciles y alegres de su hermanita. Ella sí que podía andar por todas partes, arrastrar la vieja carrucha por el callejón y hasta sentarse en las piernas de mamá. Él la veía por entre las cabillas colocadas en la ventana, a modo de barrotes, de aquel cuarto húmedo en donde siempre era de noche y las distancias se salvaban con dos o tres pasos.

- ¿Es verdad que tú eres mi hermano? – le preguntó un día, cuando provista de gaveras, montadas unas sobre otras, se asomó a la ventana.

Ese día no atinó a responderle nada, maravillado como estaba por la belleza de los ojos de la niña, pero ella siguió desafiando las prohibiciones maternas y comenzó a hablarle a través de la puerta.

- ¿Cómo te llamas? ¿ah...? ¿cómo te llamas?...

- Ignacio – le respondió un día. Y su nombre le sonó extraño. Nadie le llamaba. Nadie lo pronunciaba desde hacia mucho tiempo. Quizás desde aquel día que se puso malo, tan malo que todo los vecinos querían sujetarlo. Pero siempre fue igual. Todos le pegaban y lo llamaban loco. También la niña, casi como en susurro le preguntó ese día:

- ¿Es verdad que estás loco?

- Sí – le respondió tajante.

A veces Ignacio disfrutaba del efecto que esa palabra solía tener en otros niños. Un poder especial lo embargaba de pronto y sentía ganas de demostrarle lo loco que era, para mirar el miedo pintado en aquellos rostros burlones, pero aquel día en que su hermana se lo preguntó, una rabia inmensa se apoderó de él. Fue el día en que se partió la cama y quedó durmiendo sobre el jergón.

La ciudad volvió a temblarle en las sienes. Una vocecita dulce y cantarina volvió a preguntarle si tenía frío y volvió a ofrecerle otra barrita de chocolate, pero esta vez las hormigas no volvieron a invadir su espacio.

El sol aún acariciaba sus mechones gruesos e hirsutos, cuando al fin, se levantó e inició, una vez más, su peregrinaje por la ciudad.


Lienzo escolar

A Clara y Mirilla

Bajo con la neblina por las cuestas de Colinas del Ángel. De lado a lado del camino, la hierba invade la calle de asfalto y amenaza devorarlo. Inmensas grietas y desniveles anuncian el barrio. De pronto, una copiosa floración de flores amarillas, me entrega la imagen de la infancia... Me veo junto a mis hermanas arrancando ramas de flores amarillas y hierbajos cortos, de hojas llenas de pelusas y rocío...

- ¡Ufff...! ¡Cuánto has agarrado! Bulle, se va a encantar.

Ya no tengo acures en mi casa. La vida en un apartamento es muy triste. Si pudiera tan sólo tener un acure, podría solazarme en arrancar, de a poquito, todo ese monte que le sobra al camino de Colinas. Oigo el chillido agudo de los cobayitos al movimiento de la hierba. , en el preciso instante en que el sendero me entrega otro recuerdo. La neblina se columpia en mi cuerpo, lo abraza y suavemente me detiene.

El barrio se agolpa en la hondonada, y la escuela, húmeda y somnolienta, agoniza entre cemento y cercas derruidas. Ya deben ser las siete. Ni un alma ha tropezado mis pasos. El barrio duerme acariciado por la niebla.

- Usted debe ser la nueva maestra – oigo que me dicen, pero no veo a nadie cerca de mí. – Los niños duermen desde hace mucho tiempo. Debe avisarle que bajen a la escuela. Miro a mi alrededor y no atino a descubrir de dónde sale aquella voz envejecida, pero su firmeza me devuelve la certeza de que alguien me observa.

- Sí, vengo por primera vez... ¿Con quien hablo?

Un rotundo silencio fue la respuesta, un silencio tan prolongado que no tuve menos que dudar de haber escuchado aquella voz. A mi alrededor no había nadie. La neblina cercaba mi espacio.

La escuela de Colinas es un estuche de juguete. Huele a tierra mojada y a las hojas de cují. Está pintada de colores intensos que disimulan su olvido. Abro la cerca y crujen sus goznes. El murmullo de muchas voces llega entonces hasta mí. Murmullos que crecen y se convierten en gritos alborozados y alegres. La escuela está repleta de niños. Niños de rostros cetrinos que llegan a mí, sonrientes, ajenos a lápices y cuadernos, hacen un corro a mi alrededor y me preguntan mi nombre. De pronto, la neblina cubre sus caritas y las disipa. Nuevamente el silencio se entrona en mi entorno y me encuentra de pie, perpleja, atenta a cualquier nuevo escenario, a cualquier ruido que me anuncie un rastro de vida en el lugar. Pero ahora no ocurre nada. Sólo el pensamiento sigue su curso loco e incesante vagando por entre los humildes rincones de aquel tosco recinto. No creo que ningún niño quiera estar ahora aquí. El frío cala en mis huesos y me estremece.

- Todos a formar. Uno, dos... tres. Bajen los brazos.

- ¡Niña! ¿Por qué no cantas?

La maestra camina por entre las filas y golpea los hombros de algunos de nosotros. Los mosquitos se foguean sobre nuestros rostros, que no sabemos decir los versos de la tercera estrofa e invariablemente repetimos... “y desde el empíreo...”

- ¡ Que no... ! Es la tercera estrofa, niños... “y si el despotismo...” Vuelvan a cantar.

¡Total...! Nada entendemos de aquello. Sólo tememos que la maestra descubra que no sabemos algo que ella se empeña que sepamos. Los mosquitos asaltan una y otra vez.

- ¡Lávense las caras! Al levantarse hay que lavarse la cara...

¡Pero si siempre me lavo la cara!. Sólo que los mosquitos no respetan. La maestra va pasando a mi lado y siento vértigo. Un golpe seco me azota el brazo. ¡Nunca podré aprender cómo cantar esa estrofa!

Mis hermanas me observan desde sus columnas y siento que me consuelan con sus miradas, pero de pronto las lágrimas me borran sus figuras amigas y oigo la voz dura y templada de la maestra diciéndome que me lave la cara, que deje de llorar...

El frío entumece nuestras manos y maquinalmente las refugiamos en los bolsillos de nuestras faldas. Nuevamente irrumpe la maestra:

- ¡Posición para entonar el himno!. ¿Todavía no saben cuál es la posición para entonar el himno? Sáquense las manos de los bolsillos.

La escuela vuelve a llenarse de niños y ahora son ellos los que en tropel desordenado me preguntan:

- ¿A qué hora nos despachan hoy, maestra?

La neblina abandonó mi ascenso. Allá quedó enclaustrada, arañando el patio de la escuelita rural mientras el musgo abraza las paredes y se enseñorea en las aceras donde alguna vez los niños jugaron.

- Un dos, tres... pollito inglés... Un , dos, tres... caballito blanco.

Los niños reciben su clase de catecismo y yo espero, sentada en las escaleras, que salga el cura. Desde lejos, él me mira con dulzura y se acerca a acariciar mi cabeza.

- ¿Te gustaría entrar y oír la clase?

- Mi papá no quiere – le respondo, sin atreverme a sostener la mirada del hombre, y pensando en el silencioso respeto de las maestras cuando ven llegar la figura empaltolada de mi padre.

- Pero... ¿tú crees en Dios?

- Mi mamá dice que existe. Yo no sé.

- ¿No te gustaría que hablase con tu papá para que puedas entrar con tus compañeros?

Un nudo inmenso se desató en mi garganta y lloré sin saber por qué lo hacía. No quería que nadie hablase con papá, y en el fondo, disfrutaba un poco el sentirme diferente y ver los rostros nerviosos de las maestras cuando él llegaba al colegio.

Algunos fantasmas me acompañan. Mis pasos conquistan la distancia desandando el camino de flores amarillas y un tibio calor invade mi cuerpo. Mañana será otro día y los niños bajarán nuevamente a vestir de alegría la desnudez del colegio.

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