martes, 16 de junio de 2015

De huellas y memorias


A Arcángel Cabello

En este pueblo no llegaba señal de ninguna clase. Íngrimos, mija. Nada. Ni televisión, ni teléfono… ni nada. Y mira que muchos de los de aquí vivían (nacidos y criados en este pueblo) perdieron la vida tratando de colgar antenas en sitios altísimos para traer progreso. Pero era algo como del destino, porque quien se empecinaba en eso, se moría.

Esa es la historia de Noel, el hijo de Hilario Ramos. Tres meses antes de su muerte, yo me lo había llevado a Guri y lo enganché en un buen trabajo. Allá estaría todavía. Vivo. Y viviendo bien, porque como te digo le conseguí un trabajo bueno, bueno…

Para entonces solicitaban reservistas y Noel no hacía mucho había prestado servicio. Estaba fresquito. Así lo quería la empresa. No ve que antes uno salía del servicio con conocimientos…

¡Las cosas del destino, mija! Se le murió el papá y la ambición por los reales – ¡que nunca falta en la gente! lo hizo pedir permiso en el trabajo para  venirse a buscar la partida de defunción y cobrar los cobres que daban entonces  en la empresa por la muerte de un familiar. De esos centavos no llegó a ver medio, mija, aunque hizo todas las diligencias, introdujo los papeles, y aquí se mantenía pendiente de ir allá a terminar de cobrar esos reales. Una miseria, a lo mejor. No me acuerdo.

Y no sé en qué momento abandonó Noel ese trabajo y regresó al pueblo. A buscar su muerte, porque como te cuento, yo lo había encaminado hacia Guri. Pero yo me digo siempre esto, mijita: El destino lo tiene a uno siempre empiernado, y nadie se escapa. Aún lo pienso y siento tibiera recordando cómo me vine yo desde allá exclusivamente para buscarlo y lograrle a él ese trabajo.

No sé decirte de dónde se le ocurrió a ese carajo la idea de ir a montar esa antena para agarrar señal de televisión. Sería el ocio, mija. El silencio de estos pueblos que a veces lo aturde, y lo enfila a uno a buscar vainas que le traen la desgracia.

Y el hambre, mija. La pobreza. A todos los viejos de este pueblo los dejamos solos. Todos nos fuimos hace años por esa carretera buscando progreso. Algunos les mandaban cobres a sus viejos. Otros sencillamente nos fuimos a hacer nuestras vidas en Caracas y dejamos a los viejos. ¡Y qué vidas, carajo…! Por eso me regresé yo. Tú sabes. Por eso volví a la casa, a estarme aquí…

A veces yo aquí, sentado, solo, mija, me pongo a pensar en Noel. Ese era como hermano de uno… familia, ¿tú ves? Porque ellos están emparentados con uno, y además nos criamos juntos. ¡Cómo le pegó a este pueblo la desgracia de Noel! El pueblo era un solo llanto. Un muchacho joven, muchacha…

Y con Noel, esa condenada antena se llevó a otra gente del pueblo. Como a cinco más. Una maldición, como la carretera. Esta carretera, ¿tú  sabes? Era camino principal. La antigua ruta que recorrían los indígenas y por donde luego entraron los españoles para esclavizar y acabar con ellos que vivían en estas tierras. La mamá de abuela Francisca Natera era india. India, india, con guayuco. De esas que vivían en tribus. Esa era nuestra gente.

Después que echaron esa carretera, los carros empezaron a pasar soplados, como bólidos... Ahí no valía ni policías acostados ni nada. Uno a uno se fue muriendo la gente de este pueblo, muchos de ellos atropellados en la carretera. Hasta la pobre María la loca, la mató un carro.

Y a mí se me pone, mija, que esa gente de antes no quería nada de eso. Ni carretera, ni antena, ni cable de teléfono. Nada. Todo eso les trajo las desgracias. Por esa carretera les llegó la tragedia vestida de progreso. Por eso creo yo que nuestros muertos, nuestros ancestros, pues, como quién dice, no querían comunicación de esa para este pueblo. Y se llevaban así a quienes de nosotros se les calentaba la cabeza con esos inventos.

Mire, mija, yo a veces me estoy aquí en este patio, solo, sin nadie que le haga a uno ni una llamada, teniendo uno ya una casita con techo y piso de cemento, carretera, teléfono y televisor. Sentado aquí mirando para el fondo. Y veo este piedrero que hay en el patio, y me voy despacito a quitar cada piedra. Voy también, despacito, y le rallo repollo a ese poco de bachacos que hay en esta casa y que se comen cuanta mata uno siembra. Le rallo repollo a ver si por fin acabo con esa plaga que hace que no levante cabeza ninguna matica en el solar. Con calma, mija. Cambiando las cosas, con calma.


Y después me llego allá, hasta el cementerio, y veo aquel poco de difuntos abandonados. Ni una flor, carajo… Ni de sus hijos ni de nadie. A Noel lo lloró su madre, claro. Pero al cabo de un tiempo, los muertos quedan abandonados. La gente de este pueblo es así. 

3 comentarios:

  1. Maravilloso Emilia. Parece que uno lo estuviera escuchando y a la vez evocando muchos rostros familiares de los seres queridos que ya no están pero que viven en nosotros, en nuestros pasos, nuestros gestos y palabras...Muy lindo ese don tuyo para escribir cosas que llegan hondo.Clara

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    1. Tengo dos historias más que él me contó en aquellas tardes calurosas de Quebrada Seca. Allí mismo, en ese mismo lugar donde le tomé la foto. Otra vez sentado en el porche del patio mirando hacia el fondo del solar. Tuve que esperar que murieran las emociones para escribir. Y ahora iré a mediados de julio a despedirme de él y de aquella casa.

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  2. Sí, es su voz. Es escucharlo de nuevo y con su voz tocarnos la raíz.

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