martes, 16 de junio de 2015

Las entrañas de la organización popular en el capitalismo del siglo xxi



"Sin equidad, no hay justicia, y sin justicia no hay moral"
Kropotkin

Por Gladys Emilia Guevara

Si alguna maldición fuese posible, de seguro que nos vendría de los orígenes mismos del sistema capitalista, especie de hidra que no termina de morir, ni siquiera con la "cauterización" de todos los muñones de sus muy efectivas artillerías: familia, escuela, sociedad y supuestos medios de comunicación. El sistema que todos declaran querer transformar, por el contrario, avanza. Avanza y se consolida con nuestras prácticas diarias, incluso esa pretendidamente revolucionaria de la organización popular.

Quienes toda la vida hemos consagrado nuestra existencia en impulsar la organización desde abajo: desde las organizaciones estudiantiles, gremiales y comunitarias; guardamos de seguro viejas y recientes heridas de esta insoslayable realidad: no hay grupo ni equipo de trabajo popular que no sea finalmente corroído por el peso implacable de un conflicto ético que termine disolviendo la esencia primigenia que le dio vida.

No se trata, no, de un mal que no pueda ser vencido por auténticos afectos entre seres humanos, el racional discernimiento en colectivo entre lo justo y lo contextualmente adecuado para cada escenario de la vida, o por el concepto mismo de consciencia, esgrimido por algunos marxistas como motor ético de acción. Pero lo cierto es que en la práctica, el criterio sobre lo ético-revolucionario es sustituido por argumentos que justifican comportamientos dañinos que frenan cualquier posibilidad de creación real en el marco de las luchas por la transformación social; supeditándose las acciones de cada organización, al criterio de unos pocos que pregonan la libertad, mientras asfixian la participación, ignoran e irrespetan los criterios y puntos de vistas de su propia pareja o parientes consanguíneos, y en natural correspondencia, coartan el accionar de sus mismos compañeros de lucha. En otras palabras: personas que no hacen de sus prédicas, su propia acción de vida.

"El revolucionario verdadero –decía el Che- está guiado por grandes sentimientos de amor. Amor a la humanidad, amor a la justicia y a la verdad"… ¿Cuántos de "nuestros compañeros de lucha" en algún momento no esgrimieron esta frase para hacer gala de su sensibilidad y generosidad en la entrega combativa? ¿Y a cuántos de ellos hemos visto luego contradecir esta sentencia con sus prácticas egoístas e individualistas?

Muchas frases felices, como esa de Ernesto Guevara, viajan hacia la nada, (a pesar de haber surgido al calor de un discurso y una acción revolucionaria coherente por parte del combatiente argentino) en lo que Ibsen Martínez alguna vez llamó el baúl de las frases felices, que no es otra cosa que el discurso de la pura declaración, la preeminencia de un sistema castrado y castrante que se reproduce discursivamente para ocultar una realidad, ante la falta de agudeza y creatividad humana, no sólo para cuestionarlo, sino para vencerlo con acciones audaces y rebeldes, y erigir en su lugar uno nuevo.

Tendríamos que comenzar revelando, en un principio, la enorme hipocresía de algunos afectos declarados, mas no asumidos en el día a día, en el plano de esa cotidianidad sin máscaras, esa que difícilmente puede transcurrir sin hacernos ver las costuras en el ámbito de la convivencia entre compañeros militantes de cualquier organización con pretensiones de equidad, autonomía y libertad comunicacional.

Y en ese mismo sentido de la propia orgánica de un grupo, cualquier organización con fines de intervención en los distintos escenarios sociales, le urge plantearse en colectivo un propósito que la cohesione y le dé vida. Sus integrantes, por su parte, se identifican y reconocen de acuerdo también a los propósitos individuales que cada uno de ellos persigue, y que de algún modo entran en conexión con este objetivo central. Por ello, ante cualquier contradicción que surja en el camino, debemos siempre emplear como árbitro de cualquier disputa, la esencia misma que originó nuestra necesidad de interacción, la cual necesariamente descansa sobre un concepto ético de acción que va marcando no sólo la dirección en cuanto a lo que es justo, sino también a la acción adecuada y de acuerdo al marco situacional en el cual nos hallamos.

Y en última instancia, cabe rescatar de estos manidos discursos del socialismo del siglo veintiuno (vacuo y ambiguo como convenía a los tiempos) el verdadero concepto del diálogo, la discusión y el debate asambleario, únicos bastiones desde los cuales es posible que nazca algo distinto a lo que hasta ahora nos hemos empeñado consciente o inconscientemente en reproducir.

No habrá posibilidad alguna de edificar algo novedoso, si nuestros conflictos no pueden pasar por el tamiz de estas prácticas, ejercidas honestamente, con la firme convicción del desarrollo individual y colectivo.

De lo contrario, de seguir incurriendo en estas buenas intenciones de intentos de organización desde las bases populares y sus correspondientes fracasos, sobrevendrá el aniquilamiento progresivo de la fe de nuestros compañeros, y no sólo seguiremos cavando nuestra propia tumba y la de nuestros hijos, sino que continuaremos alimentando a este monstruo embriogénico y transgénico de mil cabezas que muta y se coloca camuflaje con cada nuevo siglo… 

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