martes, 16 de junio de 2015

Educación y libertad desde la perspectiva martiana




A la esencia vital del pensamiento martiano sólo es posible llegar sin atavíos ni ropajes elegantes. Descalzo, si es posible. Entonces el poeta que era Martí, el hombre de luchas ancestrales, abrirá la verja de nuestra casa y hará posada en ella, como sólo saben hacerlo los maestros, esos seres excepcionales que en su recorrido advirtieron ciertas regularidades, cierto modo de ser de las cosas y del hombre, y vueltos hacía sí mismos se entregaron íntegros a la humanidad. A ese hombre intemporal que recorrió con su mirada la historia misma del mundo y quiso contarla a la infancia, sólo es posible acceder sin maquillaje y sin posturas intelectuales, porque aunque conocía amplios recodos de la existencia, poseía el don de la sencillez. Lo complicado se hizo diáfano y claro en el verbo de Martí.

Por eso leer sus escritos –ser lector de la obra de José Martí− es un privilegio de iniciados, un ejercicio a través del cual subrepticia y permanentemente revisamos nuestra consciencia histórica y nos aprestamos a reflexionar el propio y particular tiempo que nos correspondió vivir.

Huésped hoy de la patria a la que prometió servir y de la cual se sintió hijo, y bajo la mirada de una humilde lectora de su obra, trataremos de acercarnos a un lugar poco comprendido o deliberadamente ignorado de su pensamiento: el vínculo estrechísimo entre la práctica educativa, y la libertad como expresión auténtica de la naturaleza plena del ser humano.

Nos aproximaremos a Martí con la clave robinsoniana que una vez nos legó Don Simón Rodríguez. Desde el eco de su voz que no ha encontrado una expresión socializada y sistemática que pueda dar respuestas a algunas de las muchas interrogantes con las que los educadores de este siglo nos sentimos comprometidos.

  ¿Cómo suprimir el carácter asfixiante y alienante que ejerce hoy en día la institución escolar? ¿De qué manera logramos que el conocimiento se convierta en una búsqueda satisfactoria de respuestas a las incógnitas que cada ser humano alcanza a formularse? ¿Qué prácticas y qué experiencias debemos privilegiar para que nuestros niños y nuestros jóvenes aprendan a reconocer y defender sus propios y particulares modos de ver la realidad? ¿Cómo hacemos de la tolerancia y el respeto una práctica inherente en la comunicación humana? ¿Qué debemos hacer para evitar que en la humanidad se consolide para siempre esa vasta morada de disfrazados a la cual le es negada la creatividad, y en consecuencia, la expresión de una vida auténtica y con consciencia plena de libertad?

De pie aún, el Hombre de la Edad de Oro nos formula algunas intuiciones importantes y nos ayuda a plantearnos algunas respuestas trascendentes en torno al tema.

La educación como materia pendiente en Nuestra América

Uno de los grandes males del mundo latinoamericano, producto quizás de nuestra historia de conquista y colonización sangrienta, y de la lucha fratricida por alcanzar la independencia, tiene que ver con la tendencia al culto a la personalidad.

Esa visión inductiva y anecdótica de conocimiento de la realidad, nos ha impedido durante largos años identificar los aspectos claves que tienen que ver con la conformación de los pueblos en sabio respeto a sus elementos constitutivos. Y si bien nuestros libertadores parecieron estar muy claros en ello, y revelaron −los más avezados− una visión prospectiva de las naciones que aspiraban construir, la vida republicana y la instauración de instituciones ha venido perpetuando la implementación de sistemas que se corresponden con la visión de la cultura dominante, y en consecuencia, sus prácticas ignoran las características esenciales de los pueblos y la forma de activar sus propios y particulares procesos de desarrollo cognitivo.

Los principales líderes de los movimientos independentistas latinoamericanos poseían la formación de sus dominadores. Concebían la estructura de sus naciones desde la cultura del mundo occidental, sin detenerse a observar los posibles estragos de sus esquemas civilizatorios en la conciencia del indígena, del negro o del mestizo de entonces. Eran guerreros extraordinarios, pero las circunstancias les impedían reflexionar sus prácticas y ser verdaderos creadores de sistemas políticos y educativos respetuosos de las culturas originarias u oprimidas del continente. La situación concreta de opresión no había podido ser transformada.

Bolívar −uno de los más grandes estrategas que haya conocido la humanidad− parecía ser consciente del proceso de evolución de los pueblos hacia la internalización de normas y la regularización armónica de su cumplimiento. De allí que en el período más cooperativo del combate del pueblo venezolano por su independencia, el Jefe del Ejército Libertador manifestaba una inclinación racionalista a considerar la historia y la antropología cultural de los pueblos en función de seleccionar sistemas políticos adecuados a su naturaleza.

En este sentido y estableciendo el contraste con las naciones europeas y asiáticas, recomendaba al Congreso de Venezuela reunido en Angostura en 1819, la asunción de una constitución centro-federal como un mecanismo para imprimirle mayor solidez a las instituciones, y en consecuencia, una forma de protección al régimen democrático. Era consciente Bolívar de la impracticabilidad del régimen federal en pueblos recién salidos de la esclavitud y sometidos a determinadas prácticas de producción, y era consciente además de la necesidad apremiante del sentido de unidad a través de las leyes y de su legitimación a través de la educación.

En virtud de este contexto socio-histórico es lógico que operara en los procesos de históricos posteriores a la independencia, tal y como alertara Paulo Freire, la contradicción opresor-oprimidos, la cual −según este pedagogo brasileño del siglo XX− no puede resolverse, hasta que en primera instancia, ambos actores sociales no logren reconocerse como parte de esa contradicción, y actúen en la transformación de esa realidad.

Difícilmente podrían aquellos violentos escenarios del siglo XIX y primeras décadas del XX, ser ocasión para una praxis auténtica, proyectada en acción-reflexión revolucionaria y transformadora, sin que la “funcionalidad mecánica e inconsciente de la estructura”[1] no cumpliese con su labor enajenadora, y sin que los oprimidos dejasen de estar imbuidos en esa “fuerza de inmersión de sus conciencias”[2]

Además de reconocer en nosotros esta fuerza de inmersión de conciencias, es necesario identificar también, tal y como lo reseña el investigador mexicano Pedro Gerardo Rodríguez[3], el trauma lingüístico y cultural que supuso, no sólo la imposición de una lengua española por sobre las lenguas originarias, sino la necesidad “progresista” de lectura y escritura en las instituciones que encarnan el actual concepto de modernidad.

Según este autor, este fenómeno de ruptura con la oralidad característica de nuestros pueblos, aún no ha sido suficientemente estudiado, y ello ocupa un lugar primordial en la eficiencia de un proyecto de modernidad que respete las prácticas sociales del ciudadano latinoamericano promedio.

En consecuencia, resulta trascendental que la escuela nuestramericana, esa que no ha nacido aún porque no hemos logrado ni tan siquiera imaginarla desde nuestra propia identidad, detenga su mirada sobre el importante papel que cumple en los seres humanos el desarrollo pleno de los procesos vinculados con el habla cotidiana y los modos de proyectar la realidad social de cualquier grupo humano. Con más razón de aquellos, que como los nuestros, han sido sometidos a más de cinco centurias de dominación colonial y neocolonial.

De allí que la aprehensión integral que Martí haya podido tener del fenómeno, resulta ser un buen antecedente en los estudios que reclamen los problemas irresueltos de las sociedades latinoamericanas, a las que el Apóstol, junto a un significativo número de hombres extraordinarios, dedicó su existencia.

La educación como búsqueda ascética de nuestra verdadera esencia humana.

En Martí encontramos, a diferencia del resto de los patriotas independentistas, el ejercicio de unas prácticas educativas que lo llevaron a entrever ciertos factores fundamentales en el entramado de la acción de enseñanza- aprendizaje. Y es por ello que resulta trascendente una revisión de su particular percepción del acto educativo, no ya como mecanismo de adecuación a los sistemas políticos que se pretendían instaurar para la época, sino desde la concepción filosófica de lo que el gran humanista que era Martí, percibía como la finalidad esencial de la educación de Nuestra América.

En este sentido es importante destacar que en muchos de los grandes luchadores por la independencia de la América mestiza, hemos encontrado siempre la idea de que la educación es el principal mecanismo para instaurar un orden político justo y en igualdad de condiciones para todos los ciudadanos. Sin embargo, Martí –quizás por haber cumplido como ya se ha dicho un rol educativo− revela en muchos de sus escritos, la comprensión cabal del fenómeno de la reproducción ideológica. Al respecto afirma:

…La tierra es hoy una vasta morada de disfrazados. Se viene a la tierra como cera, −y el azar nos vacía en moldes prehechos−. Las convenciones creadas deforman la existencia verdadera−, y la verdadera vida viene a ser como corriente silenciosa que corre dentro de la existencia aparente, como por debajo de ella, no sentida a las veces por el mismo en quien hace su obra religiosa −Garantizar la libertad humana, −dejar a los espíritus su frescura genuina−, no desfigurar con el resultado de ajenos prejuicios las naturalezas (puras y) vírgenes, −ponerlas en aptitud de tomar por sí lo útil, sin ofuscarlas, ni impelerlas por una vía marcada −he ahí el único modo de poblar la tierra de una generación vigorosa y creadora que le falta. Las redenciones han venido siendo formales; −es necesario que sean esenciales. La libertad política no estará asegurada, mientras no se asegure la libertad espiritual. Urge libertar a los hombres de la tiranía, de la convención, que tuerce sus sentimientos, precipita sus sentidos y sobrecarga su inteligencia con un caudal pernicioso, ajeno, frío y falso−. Este es uno de esos problemas misteriosos que ha de resolver la ciencia humana −hoy entrevisto apenas, vulgar mañana y de todos conocido, −difícil y oculto a las miradas comunes, −mas no por eso menos grave−. Bueno es dirigir; pero no es bueno que llegue el dirigir a ahogar.

Ya antes en el ensayo Nuestra América, Martí había delineado un perfil del hombre natural, refiriéndose entonces a los americanos más humildes, exentos de la erudición característica de los letrados artificiales, es decir, libres del “disfraz” academicistas impuesto por una cultura libresca, y por tanto, dispuestos espontáneamente a reaccionar por la fuerza ante una ofensa o ante la manipulación.

No hay en Martí, por supuesto, un rechazo ante el conocimiento producido por el hombre, sino hacia la falsa erudición que ignora los elementos de la realidad. Por ello, frente a la supuesta dicotomía entre civilización y barbarie empleada por esos mismos letrados artificiales, sentenciará: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.

Y bajo esa misma perspectiva analizará el problema histórico de las estructuras políticas: “Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad por conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante en un pueblo nuevo, quiere decir creador.”

El reconocimiento de la diversidad étnica y cultural dentro de la identidad universal del hombre, como un elemento fundamental para el desarrollo de las naciones americanas, no es sólo una intuición en el pensamiento martiniano, sino que se revela en todos sus escritos con fuerza avasalladora: Martí hurga en el mundo americano con la pasión de un investigador, seguro de encontrar peculiaridades que permitirían “la hora del recuento, y la marcha unida” y el “andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes”.

Por ello aquellas reuniones que se realizaban los días lunes en Nueva York durante su exilio, fueron percibidas por este hombre excepcional, como una preparación a la educación necesaria, una antesala a lo que debían ser los procesos de enseñanza-aprendizaje de la Universidad Nuestramericana:

"La Liga" de New York es una casa de educación y de cariño, aunque quien dice educar, ya dice querer. En "La Liga" se reúnen, después de la fatiga del trabajo, los que saben que sólo hay dicha verdadera en la amistad y en la cultura; los que en sí sienten o ven por sí que el ser de un color o de otro no merma en el hombre la aspiración sublime; los que no creen que ganar el pan en un oficio, da al hombre menos derechos y obligaciones que los de quienes lo ganan en cualquiera otro; los que han oído la voz interior que manda tener encendida la luz natural, y el pecho, como un nido, caliente para el hombre; los hijos de las dos islas que, en el sigilo de la creación, maduran el carácter nuevo por cuya justicia y práctica firme se ha de asegurar la patria. Conquistarla será menos que mantenerla; y junto con el arma que la ha de rescatar hay que llevar a ella el espíritu de república, y el habitual manejo de las prácticas libres, que por sobre todos sus gérmenes de discordia ha de salvarla. Y si alguna nota especial en las cosas de nuestro país tuviese "La Liga", sería la de verse allí sin suspicacia, y sin disputarse la fama o el pan de la mesa, los que vienen del país oprimido y los que fuera de él les abren los brazos; sería la de reunirse allí, borradas con el anhelo del saber las huellas todas del cansancio del día, los que de los libros no quieren conocer la mera letra pedantesca, sino sacarles el espíritu con los fuegos y choques de la conversación, o enseñar a los que saben menos, o aprender más de lo que se sabe; sería la de juntarse allí, sin lisonja de unos ni humillación de otros, sino con las miradas a nivel, los hijos de los que fueron injustos y los de los que padecieron de la injusticia.

El maestro-discípulo que solía asistir a las reuniones de “La Liga”, debió haber percibido seguramente también entre sus asistentes, el fenómeno de la enajenación y de la reproducción ideológica, y el consecuente y subrepticio desdén humano por las características de ese hombre natural, de ese hombre sin imposturas del que él nunca logró desprenderse −no sólo en el plano discursivo, sino también en la acción cotidiana− y con quien finalmente terminaría “echando su suerte a andar” en el episodio de Dos Ríos.

Y precisamente por sus convicciones de clase, Martí insiste es describir las reuniones de “La Liga” como la manifestación de un diálogo familiar y de disfrute cultural entre iguales:

No es una casa de creyentes de profesión, ni de rebeldes de oficio, sino donde se va con la modestia, y de donde se sale con la verdad; donde los hombres, en vez de darse de dentelladas por los puestos, se los quitan de encima, para poder aprender libremente, o toman de propósito el puesto más difícil; donde los ahorros del día, ni el juego van, que es gusto de la gente incapaz y egoísta, ni el prurito excesivo de andar de petimetre, hecho todo una rosa y un charol, ni a esos muchos quehaceres de la frivolidad que son más cansados y más costoso que los de los afectos y el entendimiento; sino a mantener encendido el hogar de la aspiración, a tener un rincón grato y honrado donde las mentes se pongan a calentar en torno al fuego, y no las manos inútiles, a comprar los días de la recepción vinos y dulces para las amantes compañeras.

Ninguna descripción más lejana, por supuesto, del concepto que hoy tenemos de nuestros centros de estudios, concebidos inicialmente como mecanismo socializador y homogenizador, más tarde como palanca de ascenso social, y devenidos en la actualidad en instituciones profesionalizantes que “maceran” la mano de obra especializada y barata del sistema productivo.

En oposición a este escenario, el desarrollo de la inteligencia humana se proyecta a lo largo del pensamiento de José Martí, como un deber ineludible y apremiante que surge del respeto a la propia individualidad humana y al resto de la sociedad. Sin embargo, desde su perspectiva filosófica, el pensador cubano poseía para entonces perfecta conciencia de la existencia de pesados esquemas mentales, y de la necesidad de encontrar mecanismos idóneos para evitar que sus imposiciones arrebataran la verdadera libertad del ser humano.

Más, cuánto trabajo cuesta hallarse a sí mismo! El hombre apenas entra en el goce de la razón, que desde su cuna le oscurecen, tiene que deshacerse para entrar verdaderamente en sí. Es un braceo hercúleo contra los obstáculos que le alza al paso su propia naturaleza y los que amontonan las ideas convencionales de que es, en hora menguada, y por impío consejo, y arrogancia culpable, alimentada. No hay más difícil faena que ésta de distinguir en nuestra existencia la vida pegadiza y postadquirida, de la espontánea y prenatural; lo que viene con el hombre, de lo que le añaden con sus lecciones, legados y ordenanzas, los que antes de él han venido. So pretexto de completar el ser humano, lo interrumpen. No bien nace, ya están en pie, junto a su cuna, con grandes y fuertes vendas preparadas en las manos, las filosofías, las religiones, las pasiones de los padres, los sistemas políticos. Y lo atan; y lo enfajan; y el hombre es ya, por toda su vida en la tierra, un caballo embridado.

Monder (2009) en un interesante trabajo titulado El sistema de lo disperso. José Martí y el sujeto de la filosofía moderna, se refiere al concepto de naturaleza empleado por Martí a lo largo de su producción escrita, destacando en él una doble significación: por una parte lo vincula con la visión poética del Apóstol, la cual no está exenta del espíritu romántico de los escritores de la época y se proyecta como una fuerza inmanente, a la cual acceden con sus voces y visiones los poetas; y por otra, como un poder disruptivo e indómito que constantemente destruye toda forma de control que intenta modificarlo.

Y es precisamente en este último sentido en el cual resulta importante detenerse, como clave particular en el desarrollo de una ciencia educativa necesaria para nuestros pueblos mestizos y oprimidos, un sistema operativo eficiente y eficaz que logre activar la esencia vital de esos pueblos a los que ayer y hoy “las filosofías, las religiones, las pasiones de los padres, los sistemas políticos” han venido asfixiando su libertad.

En este sentido y refiriéndose al texto martiano Walt Witman, el mismo Monder (et. al) señala:

En este lugar, la naturaleza es una fuerza que otorga unidad a lo diverso. La naturaleza no impone homogeneidad a partes desiguales, no aplasta la individualidad a favor del género o de la especie; no posee las cualidades formales de un sistema, sino la vida de un organismo. La naturaleza, en tanto fundamento, no garantiza la verdad de nada, no legitima nada, no valida ninguna creencia, no sirve para condenar a nadie, ni para excomulgar a nadie, no reconoce iniciados, pero tampoco herejes. Lo único que hace la naturaleza es garantizar una sola cosa: la ausencia de contradicciones. La naturaleza es un sistema de diferencias sin contradicción. Si podemos ver que un individuo es un microcosmos, estamos cerca de la verdad. Si podemos ver que en el más pequeño ser brilla el universo entero, hemos comenzado a entender.

Estas atinadas observaciones se encuentran suficientemente fundamentadas en este texto de José Martí, en donde también se refleja con claridad su reacción ante los convencionalismos sociales y su crítica en torno al papel que cumple la institución educativa que aún padecemos:

…el hombre queda amoldado sobre el libro o maestro enérgico con que le puso en contacto el azar o la moda de su tiempo; las escuelas filosóficas, religiosas o literarias encogullan a los hombres, como el lacayo la librea; los hombres se dejan marcar, como los caballos y los toros, y van por el mundo ostentando su hierro; de modo que cuando se ven delante del hombre desnudo, virginal, amoroso, sincero, potente –del hombre que camina, que ama, que pelea, que rema− del hombre que, sin dejarse cegar por la desdicha, lee la promesa de final ventura en el equilibrio y la gracia del mundo; cuando se ven frente al hombre padre, nervudo y angélico de Walt Witman, huyen como de su propia  conciencia y se resisten a reconocer en esa humanidad fragante y superior el tipo verdadero de su especie, descolorida, encasacada, amuñecada.

Tal como lo sustenta Monder (et. al) la idea de naturaleza en la obra de José Martí, no sólo se plantea como lo que se rebela de toda convención, sino que su esencia misma se encuentra o trasciende lo meramente conceptual. Supone una perspectiva de equilibrio que en los seres humanos prefigura un estado de conciencia en libertad, anuncia y proclama el conocimiento de nuestra propia y particular forma de mirar la realidad.

En carta escrita a María Mantilla aparece también esta concepción armónica de la vida cuando le dice:

Donde yo encuentro mayor poesía es en los libros de ciencia, en la vida del mundo, en el orden del mundo, en el fondo del mar, en la verdad y música del árbol, y su fuerza y amores, en lo alto del cielo con su familia de estrellas, −y en la unidad del universo, que encierra tantas cosas diferentes, y es todo uno, y reposa en la luz de la noche del trabajo productivo del día. Es hermoso asomarse, a un colgadizo y ver vivir al mundo: verlo nacer, crecer, cambiar, mejorar, y aprender en esa majestad continua el gusto de la verdad, y el desdén de la riqueza y la soberbia a que se sacrifica, y lo sacrifica todo, la gente inferior e inútil.

La evolución de un estado de conciencia que se asemeje a este tipo de perspectiva es quizás una de las exigencias más apremiantes que reclama este siglo enfermo, que no sólo preconiza cada vez más un mayor número de guerras absurdas, sino que se ufana en sostener un sistema político-social depredador del medio ambiente, y en consecuencia, artífice de unas instituciones educativas que profundizan las enormes contradicciones de las sociedades humanas: una escuela repetidora y castrante y una educación universitaria concebida como apéndice del sistema productivo, con toda su rémora de charlatanería y vacíos conceptuales.

Poco hemos avanzado en esta empresa de desmitificación de la escuela occidental y mucho nos hemos alejado de la esencia originaria de ese territorio mágico en donde habitamos, y en donde nos empeñamos en erigir estatuas a los hombres y las mujeres excepcionales, mientras deliberada o inconscientemente, ignoramos todos los cuestionamientos que con sus acciones y discursos, algunos de esos personajes de la historia hicieron a la humanidad.

No nos llamemos a engaños: En los países de Nuestra América, la educación sigue siendo la reproducción de las estructuras injustas de estas sociedades desfalcadas por más de cinco centurias. Lejos de actuar con algún tipo de estrategia transformadora de sus propias estructuras, las instituciones al servicio de la ideología dominadora, se encargarán de homogenizar una falsa perspectiva de la realidad. Más aún cuando muchos de los que ejercen el oficio docente no comprenden que nos falta todo por aprender, y que poco tenemos que enseñar en realidad.

En Martí encontramos algunos preceptos fundamentales que nos llevan a pensar que en la formación de un educador es imprescindible promover el desarrollo de una consciencia histórico-cultural, la cual necesariamente activará en el individuo que aspira a mediar conocimiento, una consciencia del papel que ocupa en su sociedad, y en consecuencia, un compromiso permanente con el desarrollo de habilidades para ayudar a los demás a reconocer la forma cómo cada quien aprende, con absoluto respeto de lo que cada quien quiere aprender espontánea y armoniosamente.

Una educación bajo  esa perspectiva debe comenzar, indudablemente, por elaborar su propia lógica de acción: derribar los muros y los barrotes que impiden el desarrollo humano, asumiendo un papel de guía del individuo en la difícil tarea de reconocerse a sí mismos y respetar su esencial y sagrada naturaleza. Bastaría entonces con garantizarle al ser humano la asunción de estrategias para expresar y argumentar sus propios y particulares puntos de vistas. Bastaría con garantizarle las herramientas y escenarios para acceder con verdadera motivación e interés, al conocimiento producido hasta ahora por la humanidad.

Nuestra escuela nueva, la universidad nuestramericana −concebida para producir conocimientos útiles que nos permitan superar en el plano práctico y cotidiano las absurdas relaciones sociales que hemos perpetuado; y en el ámbito nacional e internacional, el desarrollo de las estrategias científicas y tecnológicas de avance hacia un continente y un mundo más armónico con la Madre Tierra− debemos construirla y cimentarla en ese espíritu humanista que nos legó José Martí.





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