A la esencia vital del
pensamiento martiano sólo es posible llegar sin atavíos ni ropajes elegantes.
Descalzo, si es posible. Entonces el poeta que era Martí, el hombre de luchas
ancestrales, abrirá la verja de nuestra casa y hará posada en ella, como sólo
saben hacerlo los maestros, esos seres excepcionales que en su recorrido
advirtieron ciertas regularidades, cierto modo de ser de las cosas y del
hombre, y vueltos hacía sí mismos se entregaron íntegros a la humanidad. A ese
hombre intemporal que recorrió con su mirada la historia misma del mundo y
quiso contarla a la infancia, sólo es posible acceder sin maquillaje y sin posturas
intelectuales, porque aunque conocía amplios recodos de la existencia, poseía
el don de la sencillez. Lo complicado se hizo diáfano y claro en el verbo de
Martí.
Por eso leer sus escritos –ser
lector de la obra de José Martí− es un privilegio de iniciados, un ejercicio a
través del cual subrepticia y permanentemente revisamos nuestra consciencia
histórica y nos aprestamos a reflexionar el propio y particular tiempo que nos
correspondió vivir.
Huésped hoy de la patria a la que
prometió servir y de la cual se sintió hijo, y bajo la mirada de una humilde
lectora de su obra, trataremos de acercarnos a un lugar poco comprendido o
deliberadamente ignorado de su pensamiento: el vínculo estrechísimo entre la
práctica educativa, y la libertad como expresión auténtica de la naturaleza
plena del ser humano.
Nos aproximaremos a Martí con la
clave robinsoniana que una vez nos legó Don Simón Rodríguez. Desde el eco de su
voz que no ha encontrado una expresión socializada y sistemática que pueda dar
respuestas a algunas de las muchas interrogantes con las que los educadores de
este siglo nos sentimos comprometidos.
¿Cómo suprimir el carácter asfixiante y alienante que ejerce hoy en día
la institución escolar? ¿De qué manera logramos que el conocimiento se
convierta en una búsqueda satisfactoria de respuestas a las incógnitas que cada
ser humano alcanza a formularse? ¿Qué prácticas y qué experiencias debemos
privilegiar para que nuestros niños y nuestros jóvenes aprendan a reconocer y
defender sus propios y particulares modos de ver la realidad? ¿Cómo hacemos de
la tolerancia y el respeto una práctica inherente en la comunicación humana?
¿Qué debemos hacer para evitar que en la humanidad se consolide para siempre
esa vasta morada de disfrazados a la
cual le es negada la creatividad, y en consecuencia, la expresión de una vida
auténtica y con consciencia plena de libertad?
De pie aún, el Hombre de la Edad
de Oro nos formula algunas intuiciones importantes y nos ayuda a plantearnos
algunas respuestas trascendentes en torno al tema.
La educación como
materia pendiente en Nuestra América
Uno de los grandes males del
mundo latinoamericano, producto quizás de nuestra historia de conquista y
colonización sangrienta, y de la lucha fratricida por alcanzar la
independencia, tiene que ver con la tendencia al culto a la personalidad.
Esa visión inductiva y anecdótica
de conocimiento de la realidad, nos ha impedido durante largos años identificar
los aspectos claves que tienen que ver con la conformación de los pueblos en
sabio respeto a sus elementos constitutivos. Y si bien nuestros libertadores parecieron
estar muy claros en ello, y revelaron −los más avezados− una visión prospectiva
de las naciones que aspiraban construir, la vida republicana y la instauración
de instituciones ha venido perpetuando la implementación de sistemas que se
corresponden con la visión de la cultura dominante, y en consecuencia, sus
prácticas ignoran las características esenciales de los pueblos y la forma de
activar sus propios y particulares procesos de desarrollo cognitivo.
Los principales líderes de los
movimientos independentistas latinoamericanos poseían la formación de sus
dominadores. Concebían la estructura de sus naciones desde la cultura del mundo
occidental, sin detenerse a observar los posibles estragos de sus esquemas
civilizatorios en la conciencia del indígena, del negro o del mestizo de
entonces. Eran guerreros extraordinarios, pero las circunstancias les impedían
reflexionar sus prácticas y ser verdaderos creadores de sistemas políticos y
educativos respetuosos de las culturas originarias u oprimidas del continente.
La situación concreta de opresión no había podido ser transformada.
Bolívar −uno de los más grandes
estrategas que haya conocido la humanidad− parecía ser consciente del proceso
de evolución de los pueblos hacia la internalización de normas y la
regularización armónica de su cumplimiento. De allí que en el período más
cooperativo del combate del pueblo venezolano por su independencia, el Jefe del
Ejército Libertador manifestaba una inclinación racionalista a considerar la
historia y la antropología cultural de los pueblos en función de seleccionar
sistemas políticos adecuados a su naturaleza.
En este sentido y estableciendo
el contraste con las naciones europeas y asiáticas, recomendaba al Congreso de
Venezuela reunido en Angostura en 1819, la asunción de una constitución
centro-federal como un mecanismo para imprimirle mayor solidez a las
instituciones, y en consecuencia, una forma de protección al régimen
democrático. Era consciente Bolívar de la impracticabilidad del régimen federal
en pueblos recién salidos de la esclavitud y sometidos a determinadas prácticas
de producción, y era consciente además de la necesidad apremiante del sentido
de unidad a través de las leyes y de su legitimación a través de la educación.
En virtud de este contexto socio-histórico
es lógico que operara en los procesos de históricos posteriores a la
independencia, tal y como alertara Paulo Freire, la contradicción
opresor-oprimidos, la cual −según este pedagogo brasileño del siglo XX− no
puede resolverse, hasta que en primera instancia, ambos actores sociales no
logren reconocerse como parte de esa contradicción, y actúen en la
transformación de esa realidad.
Difícilmente podrían aquellos
violentos escenarios del siglo XIX y primeras décadas del XX, ser ocasión para
una praxis auténtica, proyectada en acción-reflexión revolucionaria y
transformadora, sin que la “funcionalidad mecánica e inconsciente de la
estructura”[1]
no cumpliese con su labor enajenadora, y sin que los oprimidos dejasen de estar
imbuidos en esa “fuerza de inmersión de sus conciencias”[2]
Además de reconocer en nosotros
esta fuerza de inmersión de conciencias, es necesario identificar también, tal
y como lo reseña el investigador mexicano Pedro Gerardo Rodríguez[3],
el trauma lingüístico y cultural que supuso, no sólo la imposición de una
lengua española por sobre las lenguas originarias, sino la necesidad
“progresista” de lectura y escritura en las instituciones que encarnan el
actual concepto de modernidad.
Según este autor, este fenómeno
de ruptura con la oralidad característica de nuestros pueblos, aún no ha sido
suficientemente estudiado, y ello ocupa un lugar primordial en la eficiencia de
un proyecto de modernidad que respete las prácticas sociales del ciudadano
latinoamericano promedio.
En consecuencia, resulta
trascendental que la escuela nuestramericana, esa que no ha nacido aún porque
no hemos logrado ni tan siquiera imaginarla desde nuestra propia identidad,
detenga su mirada sobre el importante papel que cumple en los seres humanos el
desarrollo pleno de los procesos vinculados con el habla cotidiana y los modos
de proyectar la realidad social de cualquier grupo humano. Con más razón de
aquellos, que como los nuestros, han sido sometidos a más de cinco centurias de
dominación colonial y neocolonial.
De allí que la aprehensión
integral que Martí haya podido tener del fenómeno, resulta ser un buen
antecedente en los estudios que reclamen los problemas irresueltos de las
sociedades latinoamericanas, a las que el Apóstol, junto a un significativo
número de hombres extraordinarios, dedicó su existencia.
La educación como búsqueda ascética de nuestra
verdadera esencia humana.
En Martí encontramos, a
diferencia del resto de los patriotas independentistas, el ejercicio de unas
prácticas educativas que lo llevaron a entrever ciertos factores fundamentales
en el entramado de la acción de enseñanza- aprendizaje. Y es por ello que
resulta trascendente una revisión de su particular percepción del acto
educativo, no ya como mecanismo de adecuación a los sistemas políticos que se
pretendían instaurar para la época, sino desde la concepción filosófica de lo
que el gran humanista que era Martí, percibía como la finalidad esencial de la
educación de Nuestra América.
En este sentido es importante
destacar que en muchos de los grandes luchadores por la independencia de la
América mestiza, hemos encontrado siempre la idea de que la educación es el
principal mecanismo para instaurar un orden político justo y en igualdad de
condiciones para todos los ciudadanos. Sin embargo, Martí –quizás por haber
cumplido como ya se ha dicho un rol educativo− revela en muchos de sus
escritos, la comprensión cabal del fenómeno de la reproducción ideológica. Al
respecto afirma:
…La tierra es hoy una vasta morada de disfrazados.
Se viene a la tierra como cera, −y el azar nos vacía en moldes prehechos−. Las
convenciones creadas deforman la existencia verdadera−, y la verdadera vida
viene a ser como corriente silenciosa que corre dentro de la existencia
aparente, como por debajo de ella, no sentida a las veces por el mismo en quien
hace su obra religiosa −Garantizar la libertad humana, −dejar a los espíritus
su frescura genuina−, no desfigurar con el resultado de ajenos prejuicios las
naturalezas (puras y) vírgenes, −ponerlas en aptitud de tomar por sí lo útil,
sin ofuscarlas, ni impelerlas por una vía marcada −he ahí el único modo de
poblar la tierra de una generación vigorosa y creadora que le falta. Las
redenciones han venido siendo formales; −es necesario que sean esenciales. La
libertad política no estará asegurada, mientras no se asegure la libertad
espiritual. Urge libertar a los hombres de la tiranía, de la convención, que
tuerce sus sentimientos, precipita sus sentidos y sobrecarga su inteligencia
con un caudal pernicioso, ajeno, frío y falso−. Este es uno de esos problemas
misteriosos que ha de resolver la ciencia humana −hoy entrevisto apenas, vulgar
mañana y de todos conocido, −difícil y oculto a las miradas comunes, −mas no
por eso menos grave−. Bueno es dirigir; pero no es bueno que llegue el dirigir
a ahogar.
Ya antes en el ensayo Nuestra América, Martí había delineado
un perfil del hombre natural,
refiriéndose entonces a los americanos más humildes, exentos de la erudición
característica de los letrados
artificiales, es decir, libres del “disfraz” academicistas impuesto por una
cultura libresca, y por tanto, dispuestos espontáneamente a reaccionar por la
fuerza ante una ofensa o ante la manipulación.
No hay en Martí, por supuesto, un
rechazo ante el conocimiento producido por el hombre, sino hacia la falsa
erudición que ignora los elementos de la realidad. Por ello, frente a la
supuesta dicotomía entre civilización y barbarie empleada por esos mismos
letrados artificiales, sentenciará: “No hay batalla entre la civilización y la
barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.
Y bajo esa misma perspectiva
analizará el problema histórico de las estructuras políticas: “Las repúblicas
han purgado en las tiranías su incapacidad por conocer los elementos verdaderos
del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos.
Gobernante en un pueblo nuevo, quiere decir creador.”
El reconocimiento de la
diversidad étnica y cultural dentro de la identidad universal del hombre, como
un elemento fundamental para el desarrollo de las naciones americanas, no es
sólo una intuición en el pensamiento martiniano, sino que se revela en todos
sus escritos con fuerza avasalladora: Martí hurga en el mundo americano con la
pasión de un investigador, seguro de encontrar peculiaridades que permitirían
“la hora del recuento, y la marcha unida” y el “andar en cuadro apretado, como
la plata en las raíces de los Andes”.
Por ello aquellas reuniones que
se realizaban los días lunes en Nueva York durante su exilio, fueron percibidas
por este hombre excepcional, como una preparación a la educación necesaria, una
antesala a lo que debían ser los procesos de enseñanza-aprendizaje de la
Universidad Nuestramericana:
"La Liga" de New York es una casa de
educación y de cariño, aunque quien dice educar, ya dice querer. En "La
Liga" se reúnen, después de la fatiga del trabajo, los que saben que sólo
hay dicha verdadera en la amistad y en la cultura; los que en sí sienten o ven
por sí que el ser de un color o de otro no merma en el hombre la aspiración
sublime; los que no creen que ganar el pan en un oficio, da al hombre menos
derechos y obligaciones que los de quienes lo ganan en cualquiera otro; los que
han oído la voz interior que manda tener encendida la luz natural, y el pecho,
como un nido, caliente para el hombre; los hijos de las dos islas que, en el
sigilo de la creación, maduran el carácter nuevo por cuya justicia y práctica
firme se ha de asegurar la patria. Conquistarla será menos que mantenerla; y
junto con el arma que la ha de rescatar hay que llevar a ella el espíritu de
república, y el habitual manejo de las prácticas libres, que por sobre todos
sus gérmenes de discordia ha de salvarla. Y si alguna nota especial en las
cosas de nuestro país tuviese "La Liga", sería la de verse allí sin suspicacia,
y sin disputarse la fama o el pan de la mesa, los que vienen del país oprimido
y los que fuera de él les abren los brazos; sería la de reunirse allí, borradas
con el anhelo del saber las huellas todas del cansancio del día, los que de los
libros no quieren conocer la mera letra pedantesca, sino sacarles el espíritu
con los fuegos y choques de la conversación, o enseñar a los que saben menos, o
aprender más de lo que se sabe; sería la de juntarse allí, sin lisonja de unos
ni humillación de otros, sino con las miradas a nivel, los hijos de los que
fueron injustos y los de los que padecieron de la injusticia.
El maestro-discípulo que solía
asistir a las reuniones de “La Liga”, debió haber percibido seguramente también
entre sus asistentes, el fenómeno de la enajenación y de la reproducción
ideológica, y el consecuente y subrepticio desdén humano por las
características de ese hombre natural, de ese hombre sin imposturas del que él
nunca logró desprenderse −no sólo en el plano discursivo, sino también en la
acción cotidiana− y con quien finalmente terminaría “echando su suerte a andar”
en el episodio de Dos Ríos.
Y precisamente por sus
convicciones de clase, Martí insiste es describir las reuniones de “La Liga”
como la manifestación de un diálogo familiar y de disfrute cultural entre
iguales:
No es una casa de creyentes de profesión, ni de
rebeldes de oficio, sino donde se va con la modestia, y de donde se sale con la
verdad; donde los hombres, en vez de darse de dentelladas por los puestos, se
los quitan de encima, para poder aprender libremente, o toman de propósito el
puesto más difícil; donde los ahorros del día, ni el juego van, que es gusto de
la gente incapaz y egoísta, ni el prurito excesivo de andar de petimetre, hecho
todo una rosa y un charol, ni a esos muchos quehaceres de la frivolidad que son
más cansados y más costoso que los de los afectos y el entendimiento; sino a
mantener encendido el hogar de la aspiración, a tener un rincón grato y honrado
donde las mentes se pongan a calentar en torno al fuego, y no las manos
inútiles, a comprar los días de la recepción vinos y dulces para las amantes
compañeras.
Ninguna descripción más lejana,
por supuesto, del concepto que hoy tenemos de nuestros centros de estudios,
concebidos inicialmente como mecanismo socializador y homogenizador, más tarde
como palanca de ascenso social, y devenidos en la actualidad en instituciones
profesionalizantes que “maceran” la mano de obra especializada y barata del
sistema productivo.
En oposición a este escenario, el
desarrollo de la inteligencia humana se proyecta a lo largo del pensamiento de
José Martí, como un deber ineludible y apremiante que surge del respeto a la
propia individualidad humana y al resto de la sociedad. Sin embargo, desde su
perspectiva filosófica, el pensador cubano poseía para entonces perfecta
conciencia de la existencia de pesados esquemas mentales, y de la necesidad de
encontrar mecanismos idóneos para evitar que sus imposiciones arrebataran la
verdadera libertad del ser humano.
Más, cuánto trabajo cuesta hallarse a sí mismo! El
hombre apenas entra en el goce de la razón, que desde su cuna le oscurecen,
tiene que deshacerse para entrar verdaderamente en sí. Es un braceo hercúleo
contra los obstáculos que le alza al paso su propia naturaleza y los que
amontonan las ideas convencionales de que es, en hora menguada, y por impío
consejo, y arrogancia culpable, alimentada. No hay más difícil faena que ésta
de distinguir en nuestra existencia la vida pegadiza y postadquirida, de la
espontánea y prenatural; lo que viene con el hombre, de lo que le añaden con
sus lecciones, legados y ordenanzas, los que antes de él han venido. So
pretexto de completar el ser humano, lo interrumpen. No bien nace, ya están en
pie, junto a su cuna, con grandes y fuertes vendas preparadas en las manos, las
filosofías, las religiones, las pasiones de los padres, los sistemas políticos.
Y lo atan; y lo enfajan; y el hombre es ya, por toda su vida en la tierra, un
caballo embridado.
Monder (2009) en un interesante
trabajo titulado El sistema de lo
disperso. José Martí y el sujeto de la filosofía moderna, se refiere al
concepto de naturaleza empleado por
Martí a lo largo de su producción escrita, destacando en él una doble
significación: por una parte lo vincula con la visión poética del Apóstol, la
cual no está exenta del espíritu romántico de los escritores de la época y se
proyecta como una fuerza inmanente, a
la cual acceden con sus voces y visiones los poetas; y por otra, como un poder
disruptivo e indómito que constantemente destruye toda forma de control que
intenta modificarlo.
Y es precisamente en este último
sentido en el cual resulta importante detenerse, como clave particular en el
desarrollo de una ciencia educativa necesaria para nuestros pueblos mestizos y
oprimidos, un sistema operativo eficiente y eficaz que logre activar la esencia
vital de esos pueblos a los que ayer y hoy “las filosofías, las religiones, las
pasiones de los padres, los sistemas políticos” han venido asfixiando su
libertad.
En este sentido y refiriéndose al
texto martiano Walt Witman, el mismo
Monder (et. al) señala:
En este lugar, la naturaleza es una fuerza que
otorga unidad a lo diverso. La naturaleza no impone homogeneidad a partes
desiguales, no aplasta la individualidad a favor del género o de la especie; no
posee las cualidades formales de un sistema, sino la vida de un organismo. La
naturaleza, en tanto fundamento, no garantiza la verdad de nada, no legitima
nada, no valida ninguna creencia, no sirve para condenar a nadie, ni para
excomulgar a nadie, no reconoce iniciados, pero tampoco herejes. Lo único que
hace la naturaleza es garantizar una sola cosa: la ausencia de contradicciones.
La naturaleza es un sistema de diferencias sin contradicción. Si podemos ver
que un individuo es un microcosmos, estamos cerca de la verdad. Si podemos ver
que en el más pequeño ser brilla el universo entero, hemos comenzado a
entender.
Estas atinadas observaciones se
encuentran suficientemente fundamentadas en este texto de José Martí, en donde
también se refleja con claridad su reacción ante los convencionalismos sociales
y su crítica en torno al papel que cumple la institución educativa que aún
padecemos:
…el hombre queda amoldado sobre el libro o maestro
enérgico con que le puso en contacto el azar o la moda de su tiempo; las
escuelas filosóficas, religiosas o literarias encogullan a los hombres, como el
lacayo la librea; los hombres se dejan marcar, como los caballos y los toros, y
van por el mundo ostentando su hierro; de modo que cuando se ven delante del hombre
desnudo, virginal, amoroso, sincero, potente –del hombre que camina, que ama,
que pelea, que rema− del hombre que, sin dejarse cegar por la desdicha, lee la
promesa de final ventura en el equilibrio y la gracia del mundo; cuando se ven
frente al hombre padre, nervudo y angélico de Walt Witman, huyen como de su
propia conciencia y se resisten a
reconocer en esa humanidad fragante y superior el tipo verdadero de su especie,
descolorida, encasacada, amuñecada.
Tal como lo sustenta Monder (et.
al) la idea de naturaleza en la obra de José Martí, no sólo se plantea como lo
que se rebela de toda convención, sino que su esencia misma se encuentra o
trasciende lo meramente conceptual. Supone una perspectiva de equilibrio que en
los seres humanos prefigura un estado de conciencia en libertad, anuncia y
proclama el conocimiento de nuestra propia y particular forma de mirar la
realidad.
En carta escrita a María Mantilla
aparece también esta concepción armónica de la vida cuando le dice:
Donde yo encuentro mayor poesía es en los libros de
ciencia, en la vida del mundo, en el orden del mundo, en el fondo del mar, en
la verdad y música del árbol, y su fuerza y amores, en lo alto del cielo con su
familia de estrellas, −y en la unidad del universo, que encierra tantas cosas
diferentes, y es todo uno, y reposa en la luz de la noche del trabajo
productivo del día. Es hermoso asomarse, a un colgadizo y ver vivir al mundo:
verlo nacer, crecer, cambiar, mejorar, y aprender en esa majestad continua el
gusto de la verdad, y el desdén de la riqueza y la soberbia a que se sacrifica,
y lo sacrifica todo, la gente inferior e inútil.
La evolución de un estado de
conciencia que se asemeje a este tipo de perspectiva es quizás una de las
exigencias más apremiantes que reclama este siglo enfermo, que no sólo
preconiza cada vez más un mayor número de guerras absurdas, sino que se ufana
en sostener un sistema político-social depredador del medio ambiente, y en
consecuencia, artífice de unas instituciones educativas que profundizan las enormes
contradicciones de las sociedades humanas: una escuela repetidora y castrante y
una educación universitaria concebida como apéndice del sistema productivo, con
toda su rémora de charlatanería y vacíos conceptuales.
Poco hemos avanzado en esta empresa de desmitificación de la escuela
occidental y mucho nos hemos alejado de la esencia originaria de ese territorio
mágico en donde habitamos, y en donde nos empeñamos en erigir estatuas a los
hombres y las mujeres excepcionales, mientras deliberada o inconscientemente,
ignoramos todos los cuestionamientos que con sus acciones y discursos, algunos
de esos personajes de la historia hicieron a la humanidad.
No nos llamemos a engaños: En los países de Nuestra América, la
educación sigue siendo la reproducción de las estructuras injustas de estas
sociedades desfalcadas por más de cinco centurias. Lejos de actuar con algún
tipo de estrategia transformadora de sus propias estructuras, las instituciones
al servicio de la ideología dominadora, se encargarán de homogenizar una falsa
perspectiva de la realidad. Más aún cuando muchos de los que ejercen el oficio
docente no comprenden que nos falta todo por aprender, y que poco tenemos que
enseñar en realidad.
En Martí encontramos algunos preceptos fundamentales que nos llevan a
pensar que en la formación de un educador es imprescindible promover el
desarrollo de una consciencia histórico-cultural, la cual necesariamente
activará en el individuo que aspira a mediar conocimiento, una consciencia del
papel que ocupa en su sociedad, y en consecuencia, un compromiso permanente con
el desarrollo de habilidades para ayudar a los demás a reconocer la forma cómo
cada quien aprende, con absoluto respeto de lo que cada quien quiere aprender
espontánea y armoniosamente.
Una educación bajo esa
perspectiva debe comenzar, indudablemente, por elaborar su propia lógica de
acción: derribar los muros y los barrotes que impiden el desarrollo humano,
asumiendo un papel de guía del individuo en la difícil tarea de reconocerse a
sí mismos y respetar su esencial y sagrada naturaleza. Bastaría entonces con
garantizarle al ser humano la asunción de estrategias para expresar y
argumentar sus propios y particulares puntos de vistas. Bastaría con
garantizarle las herramientas y escenarios para acceder con verdadera
motivación e interés, al conocimiento producido hasta ahora por la humanidad.
Nuestra escuela nueva, la universidad nuestramericana −concebida para
producir conocimientos útiles que nos permitan superar en el plano práctico y
cotidiano las absurdas relaciones sociales que hemos perpetuado; y en el ámbito
nacional e internacional, el desarrollo de las estrategias científicas y
tecnológicas de avance hacia un continente y un mundo más armónico con la Madre
Tierra− debemos construirla y cimentarla en ese espíritu humanista que nos legó
José Martí.
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