El viejo atiza la candela y sale del cobertizo donde se
encuentra el fogón, me mira con cierto aire de sencilla sabiduría y sentencia:
−Antes sí se veían cosas. Ahora no tantas. Ahora se ven, pero no tantas como antes.
Le miro muy seria, tratando de conferirle el valor sagrado
que siempre tiene la palabra para el hombre de campo. Sé que quiere hablar. Sé que la soledad le atenaza el alma y que
cualquier visita de un integrante de la familia significa una oportunidad de
conversar con otro ser humano que no es él mismo. Porque de seguro, solo en
aquella casa que lo vio nacer, alejado de los suyos voluntariamente, con la
terca convicción de amar sólo a quien mostrara interés por saber de él, o tan
siquiera llamarle; no para de hablar consigo mismo.
No para, incluso de pelear contra sí mismo, contra sus
decisiones y su vida pasada. Su rostro se ha endurecido sensiblemente. No es ya
aquel hombre que llegaba de visita a nuestra casa familiar, cuidadosamente
vestido, buenmozo, agradable, acompañado por su esposa y sus tres hijos. El tío
se nos ha vuelto un hombre extraordinariamente huraño. Y los años, por
supuesto, contribuyen a amargarle algo más su carácter, siempre hosco y
rezongón desde que era muy niño.
−En esa casa por donde pasamos
ahorita, vivía una señora muy querida en el pueblo. Esa señora se llamaba Justa
Pastora. Así se llamaba. Lo recuerdo clarito. A esa mujer aquí la querían
demás, muchacha. Pues mira, ven para
contarte, a esa señora le cayó cangrina. Primero le cortaron un dedo, luego el
pie. Y después la pierna.
Afuera se oyen voces que interrumpen el relato, saludos
guturales de algún vecino que sin entrar a la casa, sólo abriendo la alberca de
metal del porchecito que sirve de antesala, le hace saber al tío que van
pasando frente a su puerta y que está pendiente de él…
− Heyyy,
¿Qué fue primoooó?
−
Vaaaaa,
primoooó. Todo bien – responde el tío, a la par que
continúa su relato− Pero la cangrina siguió corriendo. Y
esa pobre mujer se descompuso toda y se murió. ¡Carajo! Ese día que la esperábamos en el pueblo para el velatorio, su casa se llenó de gente. Yo
estaba allí y presencié esa vaina, muchacha…
Miro al tío con infinita dulzura. Siempre le he amado a pesar
de sus durezas, porque tras ella siempre he intuido que hay un alma fraterna y
adolorida. De joven yo, y después de destruida su relación familiar de pareja, presencié
más de una vez su llanto callado en largas noches de insomnio. Le oía llorar
quedito junto a la almohada y me sentía impotente de no poderme parar de mi
cama, cercana a la suya cuando llegaba de visitas, para consolarle con alguna
palabra de aliento. Sabía que en su cultura patriarcal, machista y hasta
misógina, un gesto así constituiría una tremenda humillación a su pretendida
condición de hombre. Y nunca pude decir la palabra necesaria y urgente que
aminorara su pena. Por eso quizás siempre le he amado y siempre he procurado hacérselo saber, para
que a pesar de todos los desamores que siente por los suyos, sepa que en mí
siempre tiene una aliada.
El tío, además, había sido criado por mi mamá casi hasta los
dos años. La abuela había enfermado después del parto, y la labor de cuidados
quedó a cargo de la hermana hasta transcurrido casi los dos años. Tenía pues
aún fresco el afecto de hermana que ella en vida siempre le prodigó, a pesar
del tiempo y el camino que cada uno de ellos emprendió en sus vidas. Y ese
afecto de mi madre, me llevó siempre a concederle al tío un lugar especial.
Ignoré siempre su amargura, y le vi siempre directo al alma. Con ella
conversaba yo cada vez que volvía a la casa de los abuelos, convencida de
volver con mi viejita a ese lugar primogénito en el cual se maceraron sus
infancias.
El tío interrumpe mis cavilaciones, para cerrar su relato:
−
Estando
allí, muchacha, pasó una vaina que la tengo clarita en mi memoria. De momento
entró una cerbatana que voló por la sala y todos sentimos la podredumbre. La
difunta, claro. La difunta que se adelantó y llegó con aquella hediondez a
carne podrida hasta el velorio. Pobrecita, Justa Pastora… Más atrás de aquella presencia de la
cerbatana, llegó el ataúd, con la misma hedentina. Y nos fuimos directico a enterrarla para no seguir
sintiendo aquel olor… Por eso te digo, que esas cosas pasaban antes en este
pueblo. Ya casi no.
Ahora mi tío extiende las arepas en el budare y ese olor maravilloso,
mezclado con fritura de pescado y piña, se expande por toda la casa. La
maravilla está completa: Sí. Estoy en Quebrada Seca. Lejos de tanto cemento y
racionalidad urbana. Pueblito a orillas de la carretera Cumaná-Cumanacoa. Territorio
de mitos y leyendas. Lugar de lo real maravilloso. Mi raíz y mi gente.
Maravillada por el desenlace de la
historia, le digo:
−Ese es un cuento fenomenal, mi tío. Lo voy a escribir un día
a dos manos con usted.
Y aquí estoy, mi tío, escribiendo sola esta historia que tú me
contaste para que no termines de morir nunca. Para que tus nietos y los hijos
de tus nietos, me lean, y te lean. Para que tus sobrinas a las que tanto amaste
como si fuesen tus hijas, perdonen tus tristezas, y no transfieran ese dolor a
sus generaciones. Para que quien no tuvo la dicha de mirarte el alma, la vea
entre mis recuerdos que son así de simples y sencillos, auténticos como tú, mi
buen tío.
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